Fontanarrosa y El Cairo




(Desde Rosario)
Casi las nueve de la noche, en Rosario, el viernes, cuando el fútbol de la segunda fecha ha comenzado, también en el horario cuando leo que se repartirán textos de Roberto Fontanarrosa en los estadios de todo el país, en varias divisiones. Rosario es fútbol, una historia que engrandece a esta ciudad, como si acaso necesitara de otras cosas para ser, también, la geografía de una serie de argentinos talentosos, o, al menos, de talentos diferentes a los que estamos tan “nacionalizados” en este país centralizado. Cualquier periodista deportivo podría hacer una lista rápida con 30 jugadores rosarinos excepcionales. Pueden preguntarles a ellos y lo comprobarán.
Casi las nueve de la noche, en Rosario, dije. Es la noche y el viento, que, dicen, “vienen del oeste”. El oeste no es Mendoza por aquí, y tampoco es un lugar preciso: las llanuras tienen esas generalidades. Todos los rosarinos que observo, en la calle, o desde los celulares, se dicen, también, “buen fin de semana”. Y los colectivos rosarinos llevan y traen personas, y en las paradas la gente hace cola, bastante civilizado, digamos, para un viernes, a las nueve de la noche.
El taxista que me trajo hasta el centro era hincha de Tiro Club, el equipo que mañana enfrentará a Independiente Rivadavia por el Nacional B. Digo mañana porque lo escribí el viernes. El viernes no le hablo de fútbol, o sea, no le hablo de partidos, aunque le pregunto si él sabe dónde fue enterrado Roberto Fontanarrosa. Mientras vamos por una avenida de edificios remozados y no tanto, el taxista se queda pensando. Dice: “Me mataste, viejo”. Yo no estoy seguro de haberlo ni siquiera herido, no creo que preguntas tan simples puedan malherir a las personas, ni mucho menos matarlas, desde luego. El taxista me dice que es una vergüenza no saberlo, por lo cual me tranquilizo: éste muerto habla, parece ese número de la simbología de la quiniela, no sé si es el 48 o el 49.
El taxista marcha por la avenida, mientras la ciudad despierta y el frío y el viento y el cielo tan Manuel Belgrano nos acompañan. Toma su celular y hace un llamado. “Che, vieja, mirá, acá tengo un pasajero, que me pregunta dónde es que lo enterraron al Negro Fontanarrosa. Vos, ¿sabes? Yo no tengo idea”. El pasajero, que soy yo, en este caso, piensa que no era para tanta amabilidad la pregunta, ya que se trata, sin ambages, de un gesto insólito de amabilidad. Cuelga, el taxista: “No, flaco, no tiene idea”, me aclara. Y remata: “Es que ella sabe todos de los muertos, viste”.
Esto sucedió de mañana, cuando hacía más frío, y salía el sol. Ahora es de noche, más o menos las nueve de la noche. Estoy caminando por las calles del centro de Rosario en busca de la esquina del café “El Cairo”. Encuentro, en la pesquisa, viento, ráfagas heladas, y afiches de Rafael Bielsa y Binner, los candidatos a la gobernación de este distrito clave. Son rostros amplificados, caras duras que parecen blandas, o viceversa. En fin, los viernes suelo pensar cosas que otros días no. Adiós, buen fin de semana, escucho que dice un tipo con gorrito de Rosario Central a uno que vende diarios y revistas en una de las peatonales. No hay dudas: estamos ante una nueva fecha del torneo más importante del fútbol nacional. Raramente, uno de los ministerios K., alguno donde el dinero no se deposita en el baño privado del jefe, distribuirá en todos los campos de juego textos de Roberto Fontanarrosa. Exactamente serán 100 mil ejemplares con tres cuentos: “El loco cansino”, “Humorfútbol” y “Lo que se dice un ídolo”. Y estoy en Rosario, y veo la esquina donde Fontanarrosa paró varios momentos de su vida, lugar que no cambió. La emoción de los días viernes es siempre distinta a la de otros días. Aún no me lo puedo explicar.
Sarmiento y Santa Fe. Hasta esta esquina, entonces, han llegado miles y miles de personas, también de las célebres, que casi siempre también son personas, salvo cuando se creen deidades o tonterías tan poco elegantes o hablan en shows de TV. Es la esquina de “El Cairo”, el refugio, la guarida, la “fontanacueva”. En el verano anduve por aquí. Era mediodía, mucho sol, alta temperatura. Y Fontanarrosa aún vivía, enfermo, malogrado, tan absurdamente atacado por una enfermedad cruel, sin gracia. Por eso ahora es distinto, hasta la ausencia es distinta: definitiva. Mañana iré al cementerio, en Baigorria, Parque de la Eternidad, donde fue enterrado, según averigüé.
Mientras tanto entro al “El Cairo”, donde todos sabemos que ya es no lo mismo. Ni el gusto del café, ni el gusto, ni casi nada. Por eso no me sorprendo: apenas traspaso el acceso una promotora de una marca de yerba de Misiones me entrega un folleto, y me dice que hay una promoción por la cual puedo pedir mate libre en cualquier mesa. El servicio incluye mate, bombilla, yerba y termo, casi el paraíso para cualquier estudiante universitario, calculo.
En “El Cairo” hace otro frío. No hay viento y, pese a la calefacción, hace un frío distinto. Hay, al fondo, al lado de la mini librería “Homo Sapiens”, un escenario, bah, en realidad una tarima. Allí, un atril, con un retrato de Fontanarrosa (hecho por un tal Balbi, que ha puesto su teléfono, debajo de la firma), una mesa, cuentan que es una de las originales, cuando esta esquina era menos famosa y más atorrante que hoy, una silla de hierro al estilo de las de campo, y un pocillo de café, con uno de los personajes de este inconfundible rosarino. Y es, a pesar del vacío, una presencia estelar, casi un altar. Muchas personas llegan con sus cámaras y los que vienen desde siempre miran sin necesidad ni de explicarles ni de explicarse.
Entre tantas palabras y comentarios al momento de la desaparición de Fontanarrosa elijo la que me hizo conocer un amigo de Paraguay, que a su vez es un experto en literatura argentina, tanto que es difícil desafiar sus cabales conocimientos. Así fue que Hernán Hescarini manifestó, desde Barcelona, donde reside: “En Argentina no idolatramos por mayoría absoluta. No existe personaje adorado por muchos que no soporte un contrapeso importante de descrédito. Maradona, el Che, Eva Perón, Charly, Borges, Monzón, incluso Fangio. Cuando alguien los nombra con amor, siempre hay otro que salta con un pero, con una chismografía, con una bajeza. Nuestros ídolos suelen ir a ballotage; ganan nuestro corazón o lo pierden, pero siempre en segunda vuelta. Hasta anoche. Ayer, por fin, se nos ha muerto alguien por unanimidad”..
Despierto, el sábado, con el plan de visitar el cementerio, que está al norte de la ciudad, pasando el barrio Arroyito. Es muy de mañana, cuando están los que se despiertan y los que se acuestan. Estos últimos toman las calles del centro de Rosario dando miedo. Van arrasando y atemorizando, como si la cumbia de toda la noche los protegiera, como si la que escucharán a la noche siguiente los volviera a cuidar. Entonces dan miedo esas personas, que se acercan, que te empujan, que obligan a darles dinero, cigarrillos. Siempre hay uno que es víctima de estos escándalos menos privados y bien públicos: no importa la ciudad, la latitud, la longitud: eso es algo del google map, nada que ver con la realidad urbana. Llevo una mochila que me hace pensar si es necesario atravesar las hordas, esperar un colectivo que siempre demorará. Y cuando supero estos miedos o prejuicios o perjuicios me entero que no estoy ubicado, que esa parada que necesito está a 8 cuadras de distancia, y entonces desisto, sí, ahora sí. Por lo general los sábados a las 9 de la mañana desisto de varias cosas.
Me dirijo a “El Cairo”, una vez más. Allí está la conexión Fontanarrosa en su versión urbana, más estricta y cálida que la de cualquier cementerio o tumba. Eso lo voy pensando mientras voy caminando hacia la esquina, cuando el frío persiste y se embolsa en las calles angostas. Pienso que hay sol, que el cielo está claro, que esta tarde en la cancha de Central los jugadores desplegarán una bandera con un “Gracias, Negro”, que no hay muchos parroquianos en el bar y entonces me río, me acuerdo de Boggie, cuando lo seguía en “Humor”, y me digo que él no haría ninguna visita a ningún cementerio, menos si fuera un paseo por la tumba de Fontanarrosa. Y así es que me hago el duro, como Boggie, y después de un café con leche y un torpedo clásico me voy de Rosario, sí, me voy, así como llegué, tan triste como contento.
El domingo leo la letra de una zamba escrita por Joaquín Sabina para Fontanarrosa. Y entonces pienso que estuvo bien, que quizá en el próximo viaje vaya hasta su tumba. O no.

Zamba pal Negro Fontanarrosa (Rosarino Universal)

Lo peor de la cosa
nostra es el chau
de Fontanarrosa.
Primos al Palau
San Jordi del noi
sensa renegau.
Ni vengo ni voy
ni firmo recetas
de ayer para hoy,
porque, sin
Mendieta,Boogie
el aceitoso
parece un poeta
lírico y leproso
y su pobre viuda
una osa sin oso
ni fosa ¿quién duda,
Pereyra Inodoro,
de la bronca muda
del pibe del coro
que desface
entuertos sin
hallar tesoro?
¿Cómo que estás
muerto?
Mientras en Rosario
Central, che, Roberto,
un clon de Romario
te brinde un golcito
canalla y sicario
que muere por Fito,
por vos, por Olmedo,
por mi Juan Carlitos
Baglietto, me quedo
y me voy con Guevara,
compadrito en pedo,
cholo tarahumara,
tronco de un Quevedo
que escribe y dispara.
Joaquín Sabina
Rosario, misterios dolorosos,

Joaquín Sabina, agosto 2007

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
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