Alejandro Gómez: lo mejor está por venir
Hoy estoy un poco más triste. No es tan feo como incómodo, lo de la tristeza. Es que se ha muerto un tipo bueno y copado, Alejandro Gómez.
Y es que al fin se murió ese suicida ejemplar: una enfermedad lo obliga a estar más lejos, distante. Es una enfermedad del corazón, las únicas considerables. El resto de las enfermedades son trastornos, accidentes, imprevistos; la del corazón, en cambio, es una enfermedad incurable en la que hasta los médicos más optimistas parecen clones de Cioran.
Con la muerte de Alejandro también se van muchas cosas. Se fue, por ejemplo, una persona que estimulaba la expresión, un confiado de la inteligencia emotiva. En la inteligencia racional, anidaba, harto de certezas y verdades comunes. Aún así varias razones del sentido común parecían no motivarlo. Este señor detestaba a los crápulas, los arribistas, los hipócritas y los oportunistas. Por eso detestaba Mendoza. Y un poco al género humano.
En mi correo electrónico siempre me insistía para marcharme de este pueblo con aspiraciones urbanas, cada vez más salvaje y monstruoso, como lo vemos día a día. Hay una Mendoza que está fuera de los medios de comunicación. Y ni siquiera él pudo, aún siendo director del último intento serio de organizar un diario, contra esas ideas que parecen marcar la agenda de los mendocinos. El pelotudeo es constante, la mediocridad un estilo y la traición un arma vulgar, y, encima, los poderosos creen tener un poder importante.
No es un lugar que sepa cómo contener a Quino o hacerlo feliz a Di Benedetto. Ni a Mike Amigorena ni a Tito Dávila, ni a casi nadie que sobrepase el promedio aceptado de resignación, aburrimiento y pereza. La mediocridad de las personas aquí es indirectamente proporcional a la calidad de los vinos. Algo está subiendo porque algo está bajando. ¿Será que habrá que exportar menos caldos? ¿Refrescarnos en la tradición mendocina? No lo sé, y cada vez me importa menos, la verdad.
Hace algunos años le envié a Alejandro un texto escrito por Carlos Andreazza, un carioca de la excelente revista Tribuneiros. Era una crónica llamada “Só para bebedores, vol.1”. Entre sus inspirados párrafos transcribo algunos:
“Não fui um bebedor precoce. Não sou já um velho. Gosto, porém, de que minha história se confunda à história de meus goles. (Não se precisa ser – um – velho para ter história). Pouco me lembro de quando criança, embora com clareza me recorde da noite de Natal em que sorvi o recheio duma caixa inteira de bombons: era licor. (Desenvolvi, ao quarto ou quinto bombom, uma técnica que me permitia violar o chocolate, sugar-lhe o álcool todo, e depois tampar o furo como se nunca antes tocado). Eu tinha quatro ou cinco anos e aquele terá sido meu primeiro porre. Ou o porre decisivo, ao menos, já que me fez enfim associar o líquido ingerido ao relaxamento subseqüente do corpo”.
La respuesta de Alejandro, desde Miami, fue minimalista. Y se entiende la razón:
“Teacher, un pájaro negro me golpeó el ala izquierda. El bicho se llama infarto y me sacó casi 8 semanas de circulación. Ahora no sé que pasara. Entre mil últimos deseos está el de tomarme un trago con vos en algún lugar de Brasil (Nunca en Mendoza). Un abrazo, Alejandro”.
Su respuesta fue del 19 de septiembre de 2007. Ya ni sé dónde andaba yo, si acá, allá o más allá, aunque siempre, al decir de William Burroughs, viviendo “dentro de mi cabeza”.
Recuerdo muy bien que tiempo atrás un par de domingos matábamos cierta melancolía o intentábamos derrotar al domingo con mails cruzados, que siempre terminaban en una llamada telefónica suya a mi departamento en Curitiba.
Estaba feliz de que no estuviera en Mendoza. Y me preguntaba por algunos lugares en Brasil, especialmente Río de Janeiro. Me hablaba, también, de un Río que ya casi no existía, aunque sé que muchas veces estuve cerca o en el centro de aquellos lugares.
Siento que con la muerte de Alejandro también muere una geografía de aquella ciudad. Y de otras varias. Porque, lo que a él le hubiera gustado ser, en lugar de periodista, era pianista de cabaret. Y vivir en algún lugar, también como decía él, “de espaldas a la realidad y de frente al mar”.
Después le mandaba notas y algunos textos más aburridos. Pero estaba en otra cosa, fuera del periodismo, los periodistas, las peleítas, los pelotuditos y las pelotas de Mahoma. Una vez le mandé un reportaje con Horacio Verbitsky, y entonces contestó:
“Querido Mauricio, muy bueno el reportaje. Me gustaría saber cómo andas. Un abrazo, Alejandro”.
Debería no compartir esta intimidad, por pudor, vergüenza o dolor. Aún así me animo porque no pudimos encontrarnos en la realidad, desd cuando se fue a Miami.
“Mauricio querido, la lucidez te mata, estas cada vez volando más alto. Acordate de Icaro y cuidáte. Ninguno de los dos puede dejar esta cloaca hasta que nos tomemos unos tragos juntos. Contame dónde y en qué andas. Un abrazo, Alejandro”.
Te cuento que estoy acá, en Mendoza, en donde dirán que soy triste, vago, entre otros adjetivos alguna vez escuchados por vos, hasta el hartazgo (acabo de leer que dicen que tenías una tristeza profunda; a mí me parece que no eras triste y que, en todo caso, un triste reconoce a un par).
Estoy en Mierdoza. A veces escribo sobre Mendoza, pero trato de no hacerlo demasiado: no sólo no hay escritores sino tampoco lectores. Y de los pocos que hay soy amigo, los frecuento, los veo o nos llamamos o alguna solidaridad literaria. He descubierto un nuevo deporte en estos meses: que me echen de las redacciones. E incluso, los que nunca me han echado, ya narran haberme echado, una jactancia espeluznante.
Tu hipotético epitafio podría ser la frase que también está en la tumba de Frank Sinatra:
“Lo mejor está por venir…”.
Un abrazo, teacher. Y unos vasos.
Comentarios
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anagomezalegret@hotmail.com