Por Mauricio Runno
Antes de comenzar el viaje por el diario de Heinrich Heine conviene saber que este libro sufrió mutilaciones varias. Algunos hablan de censura, otros de resguardo de la intimidad. Cierto es que muy pocos distinguen entre la ceguera y el estrabismo, salvo un escritor, que siempre termina siendo el autor.
La víctima de la censura nunca es, en efecto, el censurado, así como el desnudo jamás lo es tanto al morir como al nacer.
La literatura producida por este alemán tan poco alemán, o demasiado alemán (los contrapuntos son una constante en su obra, plagada de éticas, acciones y pensamientos que ahora se llaman extremos, tales como el desarrollo de la coherencia, la postura y la actitud) es un sistema que a veces exaspera en su simpleza y claridad.
De cualquier manera sería un error pensarlo como a un escritor simple. Pero si algo puede asegurarse luego de recorrer algunos de sus libros, y especialmente los diarios de viajes, es que su obra literaria siempre estuvo en su más lúcida conciencia.
Fue la ironía extrema, el sarcasmo de la inteligencia, lo que lo convierte en un escritor paradigmático: un escritor puede ser filósofo, artista, periodista o historiador, pero bajo ningún aspecto los filósofos, los artistas, los periodistas o los historiadores pueden ser escritores “per se”.
Debería hablarse, así como en la poesía, de un destino azaroso, distinto a la vocación, más próximo a la magia, entre otras fantasías y sucesos inexplicables.
El talento de Heinrich Heine encontró enemigos, fuese donde fuese, viviese en la ciudad de un país cualquiera. Alemania, Inglaterra y Francia fueron las tres naciones que debieron contenerlo, y en ellas, en cualquiera de sus ciudades, mantuvo su espíritu crítico, que encontró muchas veces en la burla la expresión más exacta. El mundo, aún en su época, siempre estuvo poco preparado para escuchar la verdad en medio de las risas socarronas.
Escritor Heinrich Heine
Heine fue censurado por estados, políticos e incluso por su propia familia. Escribió poemas, ensayos, crónicas, obras de teatro, panfletos, artículos y hasta manifiestos, muchos de ellos testigos de una evolución que nunca detuvo el genio febril del escribiente.
Tradujo, hacia el final de su vida, cuando ya postrado durante años recibía a sus visitas en cama, algunas de sus obras al francés, desde la lengua de infancia.
Según han dicho los editores póstumos esos manuscritos simplifican aún más su escritura, dándole un toque más francés, aún con la inevitable pérdida del original. No era demasiado apasionante para Heine el hecho de autocorregirse tanto como el de demostrar que conocía a fondo ambas lenguas, sus culturas, sus profundas diferencias.
De una larga nómina de ciudades, culturas y lenguas, existe una que lo cautivó, fatal e inolvidable, como un primer amor. “La adorada Italia”, en sus palabras. “Pero, observando con más atención a estas gentes, tanto hombres como mujeres, se descubría en sus semblantes y en todo su ser el rastro de una civilización que difiere tanto de la nuestra, como que no procede de la barbarie medieval, sino que se deriva de la época romana aniquilada por completo, y sólo modificada con arreglo al carácter de los dominadores sucesivos del país”, resume.
“Mucho me cuidaré de nombrar a los amigos a los que he encargado el cuidado de mi manuscrito y la ejecución de mi última voluntad con respecto al mismo; no deseo que después de mi muerte queden a merced de las presiones por parte de un público que se aburre, ni quiero que con ello tengan que serle infiel al mandado que les corresponde como albaceas”, advierte a poco de comenzar a entregar los recuerdos de aquello que muchos editores gustan llamar como “Memorias”.
Heinrich Heine realiza un ajuste de cuentes al respecto de sus escritos más privados y encuentra que su versión de las “Memorias” es lo más acertado para comprenderlo. Por lo tanto deja afuera su epistolario y otros documentos de su escritura más íntima, aunque suena mejor decir su escritura menos pública.
Pero es él mismo quien lo aclara: “Escribo aquí fielmente todo cuanto es importante y característico; las interrelaciones entre los sucesos externos y los procesos internos del alma le serán revelados por la signatura de mi ser y de mi esencia”.
Relatos
Uno de los primeros relatos lo protagoniza un italiano, vendedor de rosarios, el cual es calificado en sus esfuerzos como una persona de “ingenuidad piadosa”. Acto siguiente se manifiesta en su aspecto religioso, definitivo e implacable: “Pude ver a temprana edad cómo iban juntas, sin hipocresía, la religión y la duda; lo que hizo despertar en mí no sólo la falta de fe, sino también la más tolerante de las indiferencias”.
Luego se ocupa de narrar su lugar de nacimiento, Dusseldorf, y aunque se diga que Heine nació en Alemania, quizá su opinión sea más importante: “nací a finales de ese escéptico siglo XVIII y en una ciudad en la que, durante el tiempo de mi niñez, no sólo dominaban los franceses, sino también el espíritu francés”.
Aunque no hay un elogio encubierto aquellos rastros fueron determinantes. A tal punto que Heine fue perturbado en su educación por el religioso D'Aulnoy, que lo obligaba a escribir versos en lengua francesa, lo que transformó su pasión en odio, por los franceses, por la literatura francesa y hasta por la poesía en general, lo cual parece haber pulido los mejores talentos del por entonces adolescente alemán. El rechazo conceptual de l'art de peindre par les images, al que el autor no vacila en calificar de “escoria” y la métrica de los franceses es, siguiendo su razonamiento, una de las semillas de la temible “paráfrasis pintoresca”.
Recuerda que en represalia a sus rechazos fue encomendado a traducir pasajes de “La Mesíada”, de Friedrich Klopstock, especialmente un discurso dentro del texto, por el cual “muy poco faltó para que me convirtiese en un caníbal de franceses”.
Uno de los espíritus más brillantes de la época, Beethoven, hace referencia al escritor alemán con cuyas traducciones se “castigaba” al joven Heine. Apenas llegado a Viena, Beethoven escribe: “Desde que estoy en los baños de Carlsbad leo a Goethe todos los días. Goethe ha matado a Klopstock en mi espíritu. ¿Os sorprendéis y sonreís? ¿Habéis leído acaso a Klopstock? me preguntareis. Sí, sin duda, y fue mi compañero de paseo muchos años. Buen cuidado tendré, sin embargo, de decir que lo comprendí. Sus bruscas digresiones y su afán de remontarse en todas ocasiones al diluvio, me lo impidieron más de una vez. Siempre majestuoso; siempre en re bemol mayor. De todas maneras, es un genio, y su poesía eleva al alma. Cuando no le comprendía, le adivinaba. Lo que me fastidia de él es que siempre hable de la muerte, cuando, por desgracia, la muerte viene tan pronto”.
Fue la madre de Heine quien intervino en esta situación, y la que también consideraba poco menos que una herejía el cultivo de la poesía. Ya no era la lengua lo que cuestionaba, sino la forma de la expresión. Y es su hijo quien dice que un poeta, para su familia, era una persona que siempre acababa muriéndose en un hospital. Así fue que creció bajo otros planes y mandatos familiares, a los que juzga como necesarios pero también estériles. “En nosotros mismos se encuentran las estrellas de nuestra felicidad”, razona.
El trabajo para las dinastías y los asuntos imperiales fueron el objetivo de su madre, gracias a una joven hija de un industrial del hierro de Dusseldorf, que luego se transformaría en duquesa y que luego sería destronada con la caída del Imperio. Pero hasta que esto sucedió, Heine debió estudiar ciencias matemáticas hasta en clases particulares, conocimientos que luego del fracaso de la corte “tampoco dejaron huella alguna en mi espíritu, pues eran algo completamente ajeno a mí. Sólo había sido una conquista mecánica, que arrojé lejos como un despojo innecesario”.
Sin embargo su madre no desistía de sus sueños e influencias. Y así llegó la familia Rotschild, la cual comenzaba a transitar una época de hegemonía económica. Su padre conocía al jefe de los Rotschild y esa amistad fue decisiva para que Heine sumara otros estudios, siempre a instancias de su madre. Idiomas, contabilidad y geografía. Para ella ése era el motor de una auspiciosa carrera en el mundo de la finanzas y la industria: comercio marítimo y terrestre. Debió trabajar con un banquero, también amigo de su padre, y como contable en unos almacenes.
Aquellas experiencias no sumaron dos meses, tras lo cual, otro conocido comerciante concluyó: “No tenía el más mínimo talento para los negocios, y yo le reconocí riéndome que tenía razón”. Aún así, y hasta no respetando las crisis económicas, las madres no se resignan. El nuevo horizonte era el de ser jurista, que siempre garantiza empleos estatales con buena remuneración, como venía sucediendo en Inglaterra, aunque también en Francia y en la misma Alemania.
Heine universidad
La apertura de una universidad en Bonn convenció a la madre aún más en su objetivo, ya que además la Facultad de Derecho contaba con los mejores profesores del país. “De los siete años que pasé en las universidades alemanas, perdí tres hermosos y florecientes años de mi vida con el estudio de la casuística romana de la jurisprudencia, la más antiliberal de todas las ciencias. ¡Qué libro tan horrible es el Corpus Juri; es la Biblia del egoísmo!”.
Los recuerdos de Heine sobre aquel período desbordan en lucidez y cinismo: “Me quedó para siempre el odio a los romanos y a su código civil (…) a aquellos cacos romanos le debemos la teoría de la propiedad, que antes sólo existía como hecho, y el perfeccionamiento de esa teoría en sus consecuencias más nefastas es ese derecho romano tan alabado en el que se basan todas nuestras legislaciones actuales, sí, hasta nuestras instituciones estatales modernas, pese a que se encuentra en la más crasa contradicción con la religión, la moral, el sentimiento humano y la razón”.
No es demasiado sorpresivo agregar que jamás ejerció como abogado. Y que luego de recibir su diploma ya no era necesario seguir escuchando a su madre. “La buena mujer se había hecho ya también mayor, y al renunciar, después de tantos fracasos, a mantener la dirección suprema de mi vida, se lamentó de no haber elegido para mí la carrera sacerdotal”.
En forma tan elegante como en la de un registro narrativo íntimo, y de allí su profundidad, Heine rescata la historia de Dietrich Grabbe, con la cual no hace más que explicarnos más acerca de su madre. En un intento de justificarla, pero al mismo tiempo de comprenderla, halla en esa historia una metáfora, que desgrana varios elementos de su mundo privado: las penurias económicas, la aventura del conocimiento, el judío arraigado en su inteligencia, la genialidad, los vicios.
Nos habla sobre Grabbe: “Fue uno de los grandes poetas alemanes, y de todos nuestros poetas dramáticos es del que puede decirse que se parece más a Shakespeare. Puede ser que tenga menos cuerdas en su lira que otros (…)Pero todas sus buenas cualidades se ven oscurecidas por una falta de delicadeza, un cinismo y un desenfreno que superan lo más absurdo y despreciable que ha podido crear nunca un cerebro humano. Pero no es la enfermedad, fiebre o locura, lo que produce tales cosas, sino la intoxicación espiritual del genio. Al igual que Platón llamó a Diógenes, muy acertadamente, un Sócrates loco, con más razón podemos llamar desgraciadamente a nuestro Grabbe un Shakespeare borracho”.
El hermano de su madre, Simón van Geldern, es una de las personas que sin proponérselo, decidió buena parte del destino de Heine. Sus “Memorias” lo rescatan como el paradigma del intelectual, aquel que nutría de libros, el cómplice que comparte la bibliomanía, el erudito secreto, ese hombre que intenta irse del mundo para pensar al mundo desde más cerca.
El relato de su tío Simón mezcla la evocación pura con la crítica intelectual, lo cual determina la divisoria de aguas respecto a un discípulo y su maestro, en la más discreta informalidad, desde luego. “¿Surgían esas ansias de escribir del deseo de serle útil a la comunidad? Le preocupaban todos los problemas del día, y la lectura de periódicos y folletos llegó a ser una manía para él. Los vecinos le llamaban «el doctor», pero no debido en realidad a su saber, sino porque su padre y su hermano habían sido doctores en medicina”.
Biblioteca Heinrich Heine
La descripción de la biblioteca del tío es un repaso ancestral y quizá un homenaje familiar. No escatima descripciones en aquella buhardilla y así su memoria recobra frescura y precisión. Heine parece estar escribiendo la vida de otra persona y hasta sus asombros parecen naturales, como asaltos no razonables, o mejor dicho, no previstos. Y en medio de loros disecados, un gato solitario y herramientas, un repaso por tratados de medicina. Y filosofía, “o soñadores”, cuyos autores no despreciarían la suerte de sus libros: Paracelso, van Helmont, Agrippa (Philosophia occulta).
Al hablar de uno y otro Heine es irresistible relatar también la historia de su tío Simón van Geldern, y del otro Simón van Geldern, otro tío abuelo, al que se lo conocía como el Oriental. Los dobles, a su manera, se confunden, y de a ratos coinciden en un único sujeto. Un hombre es el reflejo de todos los hombres, aunque casi nunca ese único hombre sea el mismo.
Volvamos a la crónica del Oriental: “El seudónimo lo recibió por haber realizado largos viajes por el Oriente y porque, a su regreso, siempre iba vestido a la usanza oriental. Parece ser que pasó la mayor parte del tiempo en las ciudades costeras del África del Norte, en los estados marroquíes, donde aprendió de un portugués el oficio de armero, desempeñándolo luego con gran fortuna. Peregrinó hasta Jerusalén, donde, en el éxtasis del rezo, tuvo una visión en el monte Moria. ¿Qué vio? Nunca se lo dijo a nadie”.
Este tío fue un viajante de aventura y sus periplos le dieron cierto prestigio en las cortes, donde siempre los relatos exóticos encuentran auditorio. Pero quizá uno de sus encantos haya sido los conocimientos que poseía sobre ciencias ocultas, basados muchos de ellos en la Cábala. Era también un avieso jinete y sus dotes como domador acrecentaban su personalidad.
En forma sutil se cuenta que debido a un romance prohibido con una miembro de una corte tuvo que abandonar la ciudad, optando por el viaje como salida elegante a sus amoríos. Su destino inmediato fue Inglaterra, historia que Heine reconstruye a partir de un libro que encontró en aquella biblioteca de sus días felices (“Moses auf dem Orbe”). El juicio sobre este pariente encuentra al escritor comentando:
“Tuvo una de esas existencias asombrosas que sólo han sido posibles a comienzos y a mediados del siglo XVIII. Fue medio idealista, que propagaba utopías cosmopolitas tendientes a la felicidad mundial, también una especie de caballero andante que, en la conciencia de su fuerza individual, rompe los marcos mohosos de una sociedad mohosa. En todo caso, fue todo un hombre”.
Luego de estos recuerdos el escritor intenta reflexionar sobre la incidencia de aquel núcleo familiar, dando explicaciones que traen a un Heine descarnado y simple, como muchos de sus textos más logrados. “Mi vida se parecía entonces a un periódico, en cuyas primeras páginas se encontraba el presente, el día, con sus informes y debates cotidianos, mientras que en las últimas estaba el pasado poético, narrado en sueños nocturnos continuados, de manera fantástica, como la serie de una novela por entregas (… Quedaron huellas secretas en mi alma. Más de una idiosincrasia, más de algunas simpatías y antipatías fatales, que no concuerdan con mi forma de ser, me las explico como repercusiones de aquella época de ensueño en la que yo fui mi propio tío abuelo”.
Citas de Heine
Valiéndose de sus conocimientos jurídicos realiza una metáfora entre la ley natural, es decir, la de los mandatos familiares, con la educación judaica y el derecho romano, en relación a la herencia, el derecho de lo heredado. El nivel comparativo en su razonamiento despista a intelectuales sofisticados. Lo suyo es una reflexión sencilla, sólo capaz en aquellos con talento para relacionar aspectos que, en lo formal, jamás podrían ser unidos por pensadores profesionalizados. “Cada generación es una prosecución de la anterior y es responsable de sus actos. Dice el escrito: los padres habían comido uvas verdes y los nietos sufrieron con el dolor de sus dientes huecos”.
Acto seguido llega a citar a Goethe para sostener que no todo su pasado recae en la familia de su madre. Con la perspectiva del tiempo es lícito pensar en la culpa, en la que cada persona educada en la religión posee, y en lo interesante que resulta este a veces conflicto mayor en la existencia de las personas.
“No tengo por qué defender aquí a Goethe en lo concerniente a ese olvido voluntario, pero en lo que a mí respecta, quisiera rechazar esas mal intencionadas y bien utilizadas interpretaciones e insinuaciones declarando que no ha sido culpa mía si no he hablado nunca en mis escritos de mi abuelo por parte paterna”. Tras lo cual narra a su padre, diciendo que su llegada a Dusseldorf fue una experiencia que él mismo comenzó y que muy poco y a casi nadie conocía allí. Si a eso se le agrega un carácter parco es entendible que Heine haya apenas escuchado sobre el padre de su padre: “Tu abuelo fue un pequeño judío que tenía una gran barba”.
La revelación fue el comentario al día siguiente en la escuela. Un judío con barba era en el colegio de curas una subversión casi imperdonable, que sólo podía remediarse con el rigor de los azotes. Heine recuerda que la vara era de color amarillo, que su espalda terminó con franjas azules y que un tiempo después, el verdugo con veleidades de pedagogo, un tal Dickerscheit, fue expulsado. “Por razones que tampoco olvido, pero que no quiero decir”, anota.
Su abuela paterna fue hija de un banquero rico de Hamburgo y es casi lo único que se sabe acerca de ella. Enviudó muy joven, con 6 hijos, regresó a Hamburgo, donde la muerte también la alcanzó muy rápidamente. Uno de sus tíos, Salomón Heine, fue banquero y quizá el heredero también de la belleza de su madre. Es vital en la biografía del escritor ya que por largas temporadas financió la estadía de su sobrino en Paris. A su muerte Heine soportó graves zozobras económicas, ya que las presiones de los herederos se reducían a chantajearlo: le dieron dinero para elevar su prestigio. Como aquella idea no resultó atractiva para la escritura de Heine debió soportar las calamidades de la miseria.
Para completar el cuadro acerca de su padre basta agregar que fue oficial del príncipe Ernst von Cumberland (luego Rey de Hannover) en las campañas de Flandes y Bramante. Que gustaba del juego con cierto vicio por las apuestas y que los perros y los caballos eran una pasión que coincidía con sus hábitos lúdicos. “Qué feliz se puso mi padre cuando se fundaron en Düsseldorf las milicias urbanas y él, como oficial de las mismas, pudo vestir el uniforme azul oscuro, con sus cintas de terciopelo azul claro, y desfilar por delante de nuestra casa a la cabeza de sus columnas (…) Aún más feliz fue mi padre en los tiempos en que le tocaba ser el oficial en jefe de la guardia principal y era responsable de la seguridad en la ciudad. En días tales corrían en la guarnición los mejores vinos del Rin, todo a costa del oficial en jefe”.
La presencia de su padre es motivo de análisis lingüístico, ya que al ser natural de Hannover, Heine considera a esta zona la cumbre del alemán. Luego se despacha contra las zonas bajas de Alemania, ironiza sobre algunas pronunciaciones de acuerdo a la geografía y hasta se atreve a juzgar a su lengua materna como una deformación del holandés, lo que no le causa ninguna admiración. La boutade lo lleva a desarrollar una teoría por la que Darwin se destacaría en ciertos círculos, no otra que aquella que habla del mono como el antecesor del hombre. A fuerza de ironía, Heine apunta su visión:
“Los negros del Senegal afirman rotundamente que los monos son completamente iguales a nosotros, aunque más inteligentes, ya que se niegan a hablar para no ser identificados como hombres y verse obligados a trabajar; sus bufonadas no son más que artimañas con las que quieren presentarse como incapaces ante los poderosos de esta tierra con el fin de no ser explotados como todos nosotros”.
Sin embargo la observación no es burlona, ya que le sirve como plataforma para redoblar lo que en principio parece un disparate fuera de contexto: “Es muy posible que nuestros antepasados del siglo XVIII hayan hecho algo similar; quizás intuyesen instintivamente que nuestra refinada supercivilización no es más que podredumbre barnizada, y como quiera que les pareciese necesario volver a la naturaleza, trataron de aproximarse de nuevo a nuestro tipo ancestral, al simio natural”.
El padre es una presencia en la ausencia, indiscutido eje cartesiano: “Nunca pensé en que podría perderlo alguna vez, y aun hoy en día apenas puedo creer que lo haya perdido realmente (…) Desde entonces no ha transcurrido ni una sola noche en la que no haya tenido que pensar en mi difunto padre, y cuando despierto por las mañanas, creo a veces oír el timbre de su voz, como el eco de un sueño”. Y se toma tiempo para decirnos que se padre lo llamaba Harry. “Entre los ingleses es el nombre familiar de los que se llaman Henri, y se corresponde completamente a mi nombre alemán de bautizo «Heinrich»”.
Esto otorga un relato más leve, ya que el poeta realiza algunos deslices humorísticos y recurre a la parodia para explicar las variaciones de su nombre en la lengua materna. Y entre estos pasajes es que se filtran otros sucesos más determinantes. Harry era también el nombre de un amigo inglés de su padre, que comerciaba con telas de terciopelo:
“Se sentía feliz cuando las grandes carretas descargaban los fardos y todos los judíos comerciantes de la vecindad llenaban el vestíbulo”. Aunque lo revelador llega al momento de referirse, nuevamente, a Francia, es particular con los franceses. “inmediatamente de mi llegada a París, fue traducido mi nombre alemán Heinrich por el de Henri, y es así que me tuve que aguantar con ese nombre y hasta llegar a llamarme yo mismo, finalmente, de tal manera, pues la palabra Heinrich nada le dice al oído francés, así como, en general, suelen los franceses hacerse lo más cómodas posibles todas las cosas de este mundo”.
Habla sobre las ventajas y perjuicios de los trastornos en la traducción de su nombre. Y apela al sarcasmo, desde luego. “Así, por ejemplo, entre mis distinguidos compatriotas que llegan a París hay algunos que desean burlarse de mí, pero que siempre pronuncian mi nombre en alemán”, cuenta. Por lo que no es sorprendente concluir que “los franceses no saben que se habla de mí”. Luego, a modo de conclusión, afirma: “Heinrich, Harry, Henry; todos esos nombres suenan muy bien cuando salen de labios hermosos. Es evidente que lo que mejor suena es signor Enrico”. Y se refiere a una especie de patria ideal, Italia, la “belleza y la cuna de un Rafael Sanzio de Urbino, de un Joaquín Rossini y de la princesa Cristina de Belgiojoso”.
Y remata el asunto de su nombre, quizá el modo más elemental de identidad con el cual se cuenta en cada época y en todos los tiempos, en los siguientes términos: “En mi ciudad natal vivía un hombre llamado Michel el Guarro, porque pasaba todas las mañanas con una carreta tirada por un burro, recorriendo las calles de la ciudad, deteniéndose ante cada casa y recogiendo la basura que habían amontonado cuidadosamente las criadas, para llevársela luego a un vertedero en las afueras de la ciudad. El hombre se parecía a su oficio; y el burro, que por su parte se parecía al amo, permanecía quieto ante las casas o emprendía el trotecillo, según el tono de la voz que Michel le diese a la exclamación ¡Haarü!”. Cuando le manifestó estas preocupaciones a su madre ella le contestó que debía aprender mucho y ser inteligente, para no ser confundido con el burro.
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