Malvinas, todos son disparos


No me dejé morir en la guerra por la agonía de mi padre. Prefería morir después de él. Mientras esperábamos una orden o un ataque de los otros sufría más que mis compañeros. No era la angustia ni la misma forma de miedo que sentían ellos. Temía no regresar a tiempo para despedirme. También recuerdo que durante el viaje al Sur sólo pensé en la despedida con mi madre, antes de subir al avión militar: “Tengo un secreto muy importante. Lo guardo hasta la vuelta.”, concluyó. Me lo gritó con lágrimas cuando intentaba esconder la tristeza por esperanzas ridículas. Ahí conocí el desconsuelo de la pérdida. Supongo que también eso les sucede a las madres con sus hijos durante las guerras. Ni me inmuté cuando el avión despegó de la pista. Alcancé a escuchar un grito, un desgarro entre otros desgarros. La misma sensación me desgajó nuevamente, semanas después, con la muerte de dos compañeros. Bajo tierra, dentro de un pozo húmedo y con algunas pocas certezas, la muerte llegó como condición natural. En ese momento debió acabar mi adolescencia. Tenía poco más de diecinueve años. 
Al regresar, cuando todo aquello pareció terminar, la pasé peor todavía. Ni siquiera encontraba el olor de la guerra, la peste de clima. Las personas ya eran enemigos con rostros. Por ese tiempo y durante casi un año estuve con depresión. No hablaba, no lloraba, ni podía moverme con autonomía, hasta que dejé de intentarlo para abandonarme. Mis movimientos querían entender lo que había sucedido. Fue un autismo extraño porque me conocí capaz de pensar lo peor, entre la cobardía y lo indigno. 
Mi mejor amigo, Julio Ramón, se había marchado hacia Ecuador, en medio de la guerra, porque sus padres lo querían a salvo, como si la muerte fuera geográfica, proclive a un espacio determinado. Mis dos hermanos, en cambio, se habían transformado en músicos de rock, uno tocaba la guitarra, el otro la batería, y se contaminaban de discos, pósters, mujeres y todas las drogas que llegaban. No había otra gente alrededor; sólo enemigos. 
Considerando mi situación intenté salir con una chica que había conocido en el club, en clases de natación. La experiencia fue pésima: con el tiempo nos habíamos convertido en desconocidos, tristes, al comprobar el definitivo destino de los opuestos. Mi soledad, de a dos, era aún mucho más triste. Lo mismo ocurrió con mi madre. Ella jamás volvió de mi guerra de Malvinas. En la depresión lloraba a menudo, todos los días. Lo único que traigo hasta hoy de aquella época es la manía de escribir cartas a las dependencias del Foreign Office en Londres. 


Recién ayer mi madre confesó el secreto, ni siquiera antes que supiéramos que se desataría la guerra y la convocatoria clase 63 pudo mencionarlo. Desde que supe su secreto, a las tres y media de la tarde de ayer, hasta ahora, medianoche, no he parado de llorar. Lloro pese a mí, por una antigua angustia, quizá por desesperación o impotencia. 
Ayer mi madre hizo que me sentara frente suyo y contó que el padre que había muerto durante la guerra no era realmente mi padre. Precisó que mi padre verdadero había estado con ella dos horas antes. Estaba más desesperada que nunca y aún así parecía alcanzar alivio luego de ofrecer la nueva versión. Mi caso, en ese instante, comenzó a ser distinto. Demasiadas cosas cambiaban a partir de conocer otra verdad, que a lo mejor se sumaba a todas las mentiras que habían sostenido mi vida hasta entonces. 
Las cartas que escribo al Foreign Office son diarias. De lunes a viernes voy hasta el correo y las despacho a Londres. Es un hábito inalterable por dos razones. En principio porque necesito no olvidar la guerra, jamás perder el sentimiento para dialogar con los hechos del mundo, lo que me parece sobrenatural. La segunda razón es que de esta manera puedo mantener en alerta a las autoridades británicas: todos los días les recuerdo que soy un especialista en armas químicas y que no me gustaría tener que participar de la vida londinense con bacterias, en caso de otra amenaza de guerra en el Atlántico Sur. 
Los empleados del correo me conocen. Por mi insistencia les causo algún respeto, admiración y cariño. Una vez, quizá por la curiosidad que provocaba mi monótona presencia, me atendió el encargado de Relaciones Humanas. Mayoy fue la sorpresa cuando me hizo pasar a su despacho. El resto de los empleados miraba con inquieta perplejidad. Lo primero que pensé fue que se trataría de una bonificación o un descuento en los próximos envíos postales, ya que mis contribuciones a la empresa debían, seguramente, constituir una marca.
Para mi absoluta admiración, el funcionario comenzó una historia de un sobrino suyo que también había combatido en Malvinas. De pronto extrajo de un cajón del escritorio una fotografía. En ella había un chico que sonreía, pese a no tener un brazo, y al fondo se abría un jardín con flores de colores plenos. Aparecía vestido con polera negra y, a un costado del pecho, oscilaba un distintivo argentino. 
Me entregó la fotografía y previo a despedirse dijo que la única fortaleza estaba en la mente. También dijo que en mis manos esa fotografía estaría mejor que en los cajones de su escritorio. No volví a verlo. La guardé y alguna vez estuve tentado por devolverle una imagen que me perturbaba. 


Si el padre que falleció durante la guerra ahora estuviera vivo, sería más fácil explicar el secreto de mi madre. ¿Habrá sabido que existía otro padre? ¿Cómo mi madre pudo mantener un secreto tan íntimo? ¿El parecido físico con mi padre habrá sido una adaptación a la naturaleza? ¿Subsistencia? No he vuelto a ver a mi madre desde que me hizo conocer su confesión. Ella debe sentirse más culpable, perseguida por un juego que la dejó fuera de las reglas. Igual que en la guerra su ánimo ahora es definitivo. Sólo nos resta convivir y conciliar los intereses, olvidar la frescura, si es que mi ingenuidad no fue definitivamente despedazada. No dejo de llorar y es mejor así: mis expresiones se renuevan. En algún momento no lloraré más. 
Suena el teléfono y el sonido retumba en los rincones. Hay tres momentos en los que uno comprende que vive solo: cuando se llega a casa, abrimos la puerta y no aparecen ruidos, cuando se apaga la última luz que resiste en un ambiente antes de dormir, y al sonar el teléfono: si no se atiende, la llamada se perderá para siempre. El resto es más o menos costumbre, hábitos que no necesariamente se corresponden con la compañía ni la familia, el amor o la soledad. 
La voz de mi madre me sorprende, como cuando me interrogaba por alguna ausencia en el colegio. A su pesar, suena calma y serena, como las olas del mar en invierno. Estoy llorando y quiero que no lo perciba. Todavía creo que puedo engañarla. Ella se impone, se filtra tranquila. Le pregunto si sucede algo y ella me dice que siempre suceden las mismas cosas: lo que cambia es la mirada, los ojos, no las cosas o los sucesos, dice. Después de otro silencio prolongado dice que necesita verme. Respondo que por el momento no necesito verla. Me dice que tiene una sorpresa y que debemos vernos. Enseguida explota en llanto, que ni siquiera intenta reprimir. 
Con alguna ironía por sus sorpresas le aclaro que por el momento no quiero participar. Ya repuesta dice que nos encontremos en la estación de trenes, en la confitería principal. Cuatro veces digo que no es necesario que pase a buscarme. Voy a ir, aclaro, y me despido. Y al colgar siento que no quería cortar la llamada. Lloro con inexplicable negación al bienestar, al menos suave y por lo tanto engañoso. ¿Qué podría tranquilizarme? 
Cuando escuché los primeros disparos me di cuenta que la guerra no era como en las películas de la televisión ni la fantasía de la instrucción militar. Fue el viento del sur, una compañía densa, lo que me permitió la ridiculez de disparar hacia ningún destino. Supongo que lo importante era marcar presencia en un territorio y demostrar desde un límite más absurdo, un cerro, un pantano o una piedra, que la muerte era otra posibilidad. Asomas la cabeza y te la raspo de un tiro, pensaba, como cualquier derviche. No recuerdo si maté o herí, nunca llegué a ver nada. Es lo mismo matar a dos personas que a treinta, aunque no es lo mismo matar a una que a ninguna. Seguro que no maté por el riesgo de ser muerto por los otros: la supervivencia todavía no funcionaba. En las cartas al Foreign Office preciso la verdad: no puedo adjudicarme bajas entre sus fuerzas. 


En la estación de trenes reconozco a mi madre, que permanece sentada con los hombros erguidos, junto al ventanal de la confitería, inmutable. El día está gris pero luminoso, y aunque de a ratos sale el sol, ahora comienza a llover muy lentamente, como si eso alcanzara para esconder mis ojos. La piel se me crespa y no alcanzo a explicar el origen del escalofrío: ¿Será la lluvia fresca que me alcanzó? ¿El frío del alma, como dice la canción? Al verme, mi madre ofrece tibia sonrisa y, pese al vidrio que nos separa, sus ojos se iluminan y dan calor. Doy una vuelta por la estación, alcanzo a urdir una fantasía de escape y al rato vuelvo para sentarme junto a ella. Antes de hablar me toma la mano y hunde sus dedos más rugosos. La suya es una mano cálida, con pecas gastadas, dedos encogidos y uno de ellos se opaca con el anillo de casamiento. Adivino su estado por sus temblores. 
Uno de los compañeros que murió estuvo tres horas con convulsiones, hasta que se cortó, pasó a mejor vida, como decían los curas más ancianos. Este soldado llegó al hospital militar con un estado de congelamiento tal que jamás pudo reponerse. Se llamaba Brian Zolorza. Era de La Toma, un pueblo de San Luis, en el que la mayor dificultad para vivir es que los animales regresen al corral del puesto luego de pastar y beber en los arroyos del monte. Con Zolorza nos hicimos amigos, antes que compañeros o soldados. Cayó desparramado, de entrada y eso fue lo que nos permitió afecto. Apenas si él sabía diferenciar una letra con la otra del abecedario. 
Gracias a Malvinas pudo viajar, conocer otros paisajes, comer sin tener que trabajar, dormir abrigado, aún a la intemperie y en la escasez. Tenía tres hermanos menores, y los dos más grandes habían desaparecido hacía años para el norte, Salta o Tucumán o Bolivia. Un momento divertido con Zolorza era verlo cantar el Himno Nacional. Ignoraba las palabras, la letra, por no hablar de la melodía. Y así se las ingeniaba para inventar una nueva letra que coincidiera con el ritmo. De esa forma lograba que su canto no desentonara con el resto. 
Al llegar a las islas desde el continente fuimos separados por los accidentes caprichosos de un alférez y cada uno se integró a una compañía con diferentes misiones. Dejé de verlo y lamenté no seguir compartiendo la guerra con él. Tuve otros compañeros, algunos inolvidables, y con ninguno llegó la posibilidad siquiera de una amistad. Zolorza era agrio, hosco, y conmigo, sin embargo, era exageradamente solidario. Varias veces robaba comida de otros platos o en la cocina de su pelotón y de inmediato me buscaba para compartir el botín en calidad de cómplice. Siempre que lo veía aparecer sabía que escondía chocolates o arvejas, en algún bolsillo oculto. 
Murió en mis brazos, en un ataque de los otros. Cuando llegué hasta su posición tenía los labios blancos y el rostro curtido por el viento y el frío. Eran costras que más tarde se hubieran convertido en callosidades. Sus últimos temblores me estremecieron: la agonía es contagiosa, la vitalidad el último gesto que se lleva el dolor. Los únicos que conocen de la valentía de Brian Zolorza son los que reciben las cartas en el Foreign Office. En varias oportunidades les he contado de él. 
Antes de abandonarlo para guarecerme en una trinchera, le robé los borceguíes, un cuchillo oxidado y su camiseta de frisa, pese a que estaba mojada. En canje guardé en sus bolsillos un mechón de cabello que me arranqué en un momento de angustia y máxima pobreza. Después pasó lo del Hospital Militar, pero no me dejaron entrar. Estoy seguro que allí ocurrió la segunda, su última y ya definitiva muerte. Los soldados me miraban fastidiados ante mi pedido de acompañar a Brian hacia la guardia. Ellos estaban tan espantados con la vida que la muerte sólo les parecía un trámite, realizar una planilla, o quizá menos: dibujar una cruz dentro del parte diario. 
El fuego y los disparos aún se prolongaron después de la medianoche. Todavía ignoro cómo hice para subir a un vehículo que se alejaba de la zona más castigada por los ataques. Creo que iba colgado de una baranda. Así llegué a la sala de guardia del Hospital Militar: decididamente asustado, fuera de control, aturdido. Quería llorar y lo único que podía era gritar y arrancarme mechones de la cabeza. La sala de guardia era una superpoblación de seres humanos. Si uno entraba allí tenía grandes posibilidades de nunca más volver a ser el mismo apenas repuesto. El olor ni siquiera se parecía a lo que había respirado en otros hospitales o en otras salas de esperas. Ese olor era agrio y espeso, una franja pestilente, mutilación y cuerpos moribundos, hinchados. 


Todos los médicos estaban ocupados, insomnes, y el movimiento de las personas era incesante. Gritos, pedidos de silencio, radios conectadas a equipos de rescate. Nunca he vuelto a ver juntos a tantos hombres desesperados. Buscaba a Zolorza en todos los rostros desfigurados, en los aullidos de dolor más impresionantes, con cada remolino de hombres vestidos de blanco. A esa altura estaba mareado y la vista se me perdía en las luces. Intentaba cerrar los ojos y sólo oía ráfagas de disparos. 
Al fin lo encontré en una cama abandonada, en un rincón de una sala donde la luz era más tenue y suave que en el resto. Zolorza estaba descalzo, el torso desnudo, y su palidez angelical expuesta. ¿Estaba muerto? Había vuelto a morir, por última vez. Los escultores deberían imitar los rostros de los muertos para sus figuras humanas: la definición de un gesto, acaso el último, sobrevive al arte. Mientras me acercaba a la cama envidiaba a Zolorza. Ni siquiera el recuerdo de mi padre, también en una cama y con la certera mirada de quien toma un tren que ya no se detendrá, alivió mis sensaciones. Y si no morí allí fue porque estaba convencido que despediría a mi padre, que al menos podría sentirlo algunos instantes. 
Tres semanas más tarde el barco llegó a Montevideo. Para nosotros la guerra se había transformado en un tortuoso viaje. Antes de llegar, un soldadito de Misiones se ofreció a cortarme el cabello. “Vas a conseguir novia más rápido”, dijo, ríéndose. Rapado ofrecí el cráneo ante la indefensión de la naturaleza. Pensé que así no recurriría más a los ataques y magullones que me propinaba en el cuero cabelludo. Eramos prisioneros desanimados en una ciudad también desanimada a la cual jamás volví. 
En Montevideo recibí, por teléfono, las primeras noticias familiares. Mis hermanos estaban preocupados por mí, aunque la conversación con ellos resultó intrascendente. Parecían fuera de tiempo, aislados en otra realidad. Cuando les pregunté por mamá, uno de ellos me dijo que había salido hacia Montevideo para buscarme. Ellos siguieron preguntando tonterías, si estaba herido, si había matado, si estaba más flaco, que cómo era estar en una guerra. Cuando mi impaciencia se hizo notoria, callaron. Pregunté por papá. El silencio al otro lado del teléfono pareció una cortina que se cerraba con violencia. Volví a preguntar por papá y uno de ellos, el menor, comenzó a llorar. No fue necesario que llegara mi madre al otro día para enterarme que él había muerto. 
En la estación de trenes mi madre me explica que jamás supo cómo decir la verdad. Dijo no arrepentirse de haber elegido otro padre para mí. Y también me advirtió que ella había llamado a mi otro padre, el que vivía, para que yo pudiera conocerlo. Venía en camino hacia la estación de trenes, volvió a repetir. La decisión de quedarme era mía. Una vez más la soledad. Como esos rostros de estación, el mío también se transformó en multitud.
El mayor problema de los problemas no es la cantidad sino el sentido de la acumulación de problemas. La relación, en mi caso, es inversamente proporcional: a mayores problemas, menores soluciones, tal vez una, o dos medidas para acabar con todo. Pero, en este caso: ¿a qué cosa podía llamársele solución? Sólo contesté que esperaría, en activa pasividad, la llegada del padre que reemplazaba al que siempre había sido mi padre. 
Hace unos días alguien golpeó la puerta de mi departamento. Me encontré con un tipo de mi edad, casi como yo: aspecto de maltratado, franca inseguridad. Me advirtió que su tío le había dado mi dirección. Y al instante extrajo de sus bolsillos unos papeles, como si no quisiera hablar demasiado. 
-Estábamos organizando una colecta para recaudar fondos. Con ese dinero pretendemos arreglar la casa del Centro- explicó. 
De a poco su rostro se me impuso ajeno y conocido. Estuve por preguntarle quién era su tío y por qué había venido a verme, pero él se interpuso: 
-Muchos compañeros no tienen casa y tampoco trabajo- pronunció, en un tono más delicado, sin abandonar la firmeza y la convicción.
-Todos ustedes son disparos- dije.
Y cerré la puerta en sus narices.

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