Fernando Fader regresa al arte luego de sus fallidas empresas en Mendoza



Es la primavera de 1907. Fernando Fader expone en Galería Müller de Buenos Aires. Se trata de un regreso a su antigua pasión, luego de varios traspiés comerciales en Mendoza en el rubro ingeniería. La crónica que se trascribe aparece en la prensa porteña. Y es todo un registro sobre su fase de consolidación artística, el temple necesario o de cómo la llama sagrada jamás deja de iluminar la obra de un artista:

El pintor Fernando Fader inauguró la exposición de sus obras. Es esta la segunda que realiza en el Salón Müller y, si mal no recuerdo, la quinta en Buenos Aires. Ha pasado ya tiempo desde aquella primera con que debutó en 1905, y, desde esa fecha, su evolución fue constante. Después de un eclipse intermediario entre de un lustro más o menos, durante el que abandonó los pinceles para ganar quebrantos y perder dinero en Mendoza, su provincia natal, reanudó hace tres años sus antiguos amores y se orientó por una nueva vía que arrancaba directamente y sin solución de continuidad del camino anteriormente recorrido.
No fue víctima, por lo tanto, de esos cambios bruscos tan sorprendentes, que se observan en muchos de nuestros artistas, que hoy marchan para el norte, mañana para el sur, después para el este y más tarde para el oeste, hasta agorar los puntos cardinales, y que “buscándose”, como ellos dicen, acaban por perderse del todo, como ellos hacen.
Fader se reveló, en su primera muestra, como animalista, excesivamente brioso tal vez por el entusiasmo juvenil y un tanto sordo en el colorido. Posteriormente su paleta, que traía algo de las brumas del norte (acababa de llegar de Alemania, donde había hecho sus estudios), se aclaró al contacto de nuestro cielo luminoso y de nuestro cielo radiante. Hasta entonces y salvo raras excepciones hacía servir de fondo al paisaje y aunque llegó a sentirlo bien como color y como ambiente (recuerdo algunas puestas de sol bellamente melancólicas) le resultaba pesado, especialmente en los follajes, quizá por técnica impropia. En ese tiempo era el hombre de las grandes pinceladas.
En la que se podría llamar su segunda época (a raíz de sus aventuras de ingeniería hidráulica en Mendoza) se fue haciendo paisajista casi puro, no obstante un breve paréntesis, no muy feliz, de pintura de interior, carente de gracia y, más de una vez, de buen gusto. Entonces su color se hace más rico y más vibrante, más suaves sus armonías y sus follajes más aéreos. Hoy ya lo vemos entrar de lleno por ese camino y me parece a mí que cuando esta su última manera se encuentre con la primera y ambas se amalgamen, habrá llegado a su expresión definitiva y animará esos pedazos serranos de nuestro suelo, llenos de luz, con grupo de animales que él construye tan bien y que con tanta naturalidad mueve.
No sólo debe buscarse su cambio en la elección del sujeto, sino ante todo, en su atención orientada especialmente hacia las más sutiles gradaciones cromáticas, en la técnica divisionista para rendir mejor tales efectos, como asimismo en la fineza y mayor conclusión de sus paisajes. En esto consiste su progreso; parece que el artista fuera desprendiéndose, uno por uno, de todos sus efectos, como quien arroja lastre para volar más alto. Es esta la virtud de la autocrítica, cuya ausencia nos explica, no sólo la persistencia, sino la exageración del error, en tantos otros pintores que naufragan en un mar de aberraciones extrañas.
En esa colección de ocho paisajes –“La vida de un día”- en la que el mismo motivo se repite a horas distintas y que recuerdan las series de Monet (catedrales, parvas, etc.), se ve mejor, que en otras telas, el propósito del artista, y que ya me he referido, de estudiar las más finas gradaciones de color y de sorprender la sucesión de aspectos que se observan, en un sito determinado, desde que nace el sol hasta que muere. Son, indudablemente, estudios de importancia para la realización de obras más completas, para acercarse más al fin buscado, para ejercitar el ojo y adiestrar la mano, pero son ya de por sí cuadros de sumo interés, unos más simpáticos que otros según la hora y los gustos personales, pero todas partes de un conjunto que califican un artista y revelan un temperamento.




















Vista de la exposición del artista mendocino, en septiembre de 1917.

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