El laberinto junto al mar, ensayos de un polaco en el corazón de Grecia

“Si alguien no conoce Grecia y desea penetrar en la milenaria cultura helénica, tiene que leer este libro. Y si no, tiene que leerlo de todos modos. Porque El laberinto junto al mar es un recorrido histórico y sentimental por la cuna de Europa”, afirma Diego Gándara, en su bibliográfica para La Razón.
El libro editado por Acantilado es autoría del poeta polaco Zbigniew Herbert, nacido en Lvov en 1924 y fallecido en Varsovia en 1998. Además, Herbert es ensayista y dramaturgo. Estudió Derecho, Bellas Artes y también Filosofía.
"Uno de los poetas más respetados e influyentes de Polonia", dice Robert Hudzik, en Library Journal. Su poesía, caracterizada por un lenguaje directo y una fuerte preocupación moral, está determinada por su experiencia en virtud de las dictaduras nazi y soviética. Herbert comenzó a escribir poesía cuando tenía diecisiete años de edad, pero no publicó hasta 1956, "después de quince años de escribir para sus cajones".
Para  Laurence Lieberman, "la cualidad más distintiva de la imaginación de Herbert es su poder de fantasía humorística. La fantasía como un instrumento de supervivencia".
El libro "El laberinto junto al mar" podría llevar como subtítulo «Apuntes de un viaje por Grecia», tal y como aparece en el manuscrito que Zbigniew Herbert entregó a su editor polaco, o quién sabe si el más aclaratorio «En la patria de los mitos», que fue usado como título para una edición alemana, previa y distinta a la que hoy se presenta en lengua castellana. Integran este libro siete ensayos luminosos, reunidos en 1973 por el poeta, que recogen su fascinación por una Grecia cuna de la civilización europea.


Extracto del libro
"Por la mañana temprano salgo a la cubierta superior. So­bre las tablas salpicadas de brea y de aceite, cuerpos despa­rramados de hombres y mujeres, como si algún festín noc­turno hubiese terminado en una matanza. Estoy solo, ro­deado de aquella respiración somnolienta. Deseo ver a Cre­ta emerger de las aguas. 
En lo alto, por encima de un horizonte caliginoso y ape­nas visible, aparece algo borroso, un enturbiamiento del azur, una mácula grisácea que va adquiriendo forma, y aho­ra puedo apreciar claramente la cúspide de una montaña suspendida en las alturas, talmente como el paisaje de un pintor japonés. Es indeciblemente hermosa: un pedacito de roca que flota en el aire por obra de la niebla. Sigo mi­rando. la montaña crece, lenta y majestuosa desciende por las gradas, y finalmente la veo aposentarse sobre el mar y 
llenar con su cuerpo agreste todo el horizonte. 
Allí está la isla.
Así se me apareció Creta. bajando del cielo como una deidad.
El museo de Heraclión me tenía preparada una sorpresa y, para colmo, una sorpresa desagradable. jamás había sen­tido algo así en ningún museo ni delante de ninguna obra de arte. Por aquel entonces, yo ya no era un joven sediento de originalidad. Como es sabido, la manera más fácil de ha­cerse el original es ser iconoclasta, es decir, mostrar desdén por las obras consagradas y faltarles al respeto a las autori­dades y a las tradiciones. Esta actitud me había resultado siempre ajena e incluso reprobable, a excepción del breve 
período comprendido entre los cuatro y los cinco años que los psicólogos definen como período del negativismo in­fantil. mi deseo ha sido siempre amar, idolatrar, hincarme de rodillas y postrarme ante la grandeza a pesar de que nos supere y nos paralice, porque ¿qué clase de grandeza sería ésa si no nos superara y no nos paralizara?
Recuerdo bien el día en que aterricé en el museo de He­raclión dos horas antes de que cerrara sus puertas, el día que recorrí—¡ay, ingenuo de mí!—las salas de la planta baja donde se exhibe la cerámica, las estatuillas de bronce, de arcilla y de loza, los sellos y los camafeos, es decir, todo lo que solemos incluir en la categoría de las artes mediocres, de las artes aplicadas, y subí con el corazón desbocado a la planta superior, donde, según las promesas de mi impaga­ble Guide Bleu, iba a encontrar los frescos que conocía tan bien gracias a las reproducciones publicadas en los innu­merables manuales de historia del arte y que los entendi­dos ponían por las nubes calificándolos de obras maestras de la pintura antigua. 
¿Y qué sucedió? nada. alelado, contemplé sin emoción alguna, sin siquiera simpatía, los Delfines sumergidos en el añil del mar y el Príncipe de los lirios. En un primer mo­mento atribuí mi falta de entusiasmo a una indisposición. al fin y al cabo, la travesía a bordo del destartalado Teseo me había dejado exhausto, el bochorno del mediodía me había aturdido y estaba hambriento, aunque por lo vis­to el hambre no era lo suficientemente grande para facili­tar la levitación".

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