La censura no existe o "La escuela romántica" de Heine

Esta nota fue escrita en mayo de 2007. Y a propósito de un incidente de censura, del cual fue víctima Marcelo Padilla, el sociólogo, el escritor y el amigo, es que decido incluirla ahora aquí. Pese a los años que han sucedido desde el lanzamiento en español del libro "La escuela romántica", de Heinrich Heine, se sabe que las obras clásicas resisten el tiempo y cualquier otra clase de pelotudez incontrolable. Ahí va, como diría Alberto, el personaje del seriado "Farsantes":

La censura no existe
Hace unos días apareció un libro de un autor clásico, el alemán Heinrich Heine, traducido como "La escuela romántica" (Editorial Biblos). No ha sido aún suficientemente abordada su obra en el país, por lo que el esfuerzo para disponer de sus textos en español es un acto celebratorio, que bien se merece la Universidad de San Martín, por medio de su Taller de Traducción de textos filosóficos y literarios.
De cualquier modo, la obra de este alemán nacido en Dusseldorf, en 1797, es cada vez más accesible para lectores hastiados del canon y las tradiciones académicas y todas aquellas verdades de manual desvencijado. Aquí, entre nosotros, sería un autor más conocido gracias a las relecturas de Jorge Luis Borges, quien una vez más parece haber legado un sistema más complejo que su simple y encumbrada escritura, y, también, más lanzado que sus posiciones políticas para espantar burgueses y buenas conciencias, que suelen pecar de pie en la primitiva morada de la superficialidad.
Heinrich Heine inspiró a grandes músicos, como Schumann, Schubert, Mendelssohn y Brahms, con su “Libro de canciones”. Pero no fue su única faceta, ya que resultó un intelectual inclasificable, como casi todos los genuinos hombres de pensamiento, por más que las universidades contemporáneas se esfuercen en la corrección y hasta en la incorrección política como paradigmas en su enorme labor, que no es domesticar ni dogmatizar ideas, sino proponerlas como partida hacia un desarrollo de la inteligencia. La literatura producida por este alemán tan poco alemán, o demasiado alemán (los contrapuntos serán una constante en su obra, plagada de éticas, acciones y pensamientos que hoy se llamarían extremos, tales como el desarrollo de la coherencia, la postura y la actitud) es un sistema que a veces exaspera en su simpleza y claridad, despertando el espíritu crítico.
De cualquier manera sería errado pensar a Heine como un escritor simple. Pero si algo puede asegurarse luego de recorrer algunos de sus libros, y especialmente los “Diarios de viajes” (publicados por etapas y épocas diferentes), es que su obra literaria siempre estuvo acompañada por su lúcida conciencia. Fue la ironía extrema, el sarcasmo de la inteligencia, lo que lo convirtió en un autor libre: un escritor puede ser filósofo, artista, periodista, futbolista o historiador, pero bajo ningún aspecto los filósofos, los artistas, los periodistas, los futbolistas o los historiadores pueden ser escritores “per se”. Raro privilegio el de los creadores dotados de talentos como el de la palabra. Debería hablarse, así como en la poesía, de un destino azaroso, distinto a la profesión, y sí más próximo a la magia, entre otras fantasías y sucesos inexplicables, como finalmente lo es el arte literario.
El talento de Heinrich Heine encontró enemigos, fuese donde fuese, viviese en la ciudad de un país cualquiera. Alemania, Inglaterra y Francia fueron las tres naciones que debieron contenerlo, y en ellas, en cualquiera de sus ciudades, mantuvo su espíritu crítico, que encontró muchas veces en la burla la expresión más exacta. Fue censurado por estados, políticos e incluso por su propia familia. Escribió poemas, ensayos, crónicas, obras de teatro, panfletos, artículos y hasta manifiestos, muchos de ellos testigos de una evolución que nunca detuvo el genio febril del artista. Tradujo, hacia el final de su vida, cuando ya postrado recibía a sus visitas en cama, algunas de sus obras al francés, desde la lengua de infancia. Según han dicho los editores póstumos de aquellos manuscritos, estos simplifican aún más su escritura, aportando un toque más francés (o latino, para el caso), aún con la inevitable pérdida del espíritu de la expresión en su primera versión. No era demasiado apasionante para Heine el hecho de autocorregirse tanto como sí el de demostrar que conocía a fondo ambas lenguas, sus culturas, sus profundas diferencias. Y en ese abismo del tránsito es que también vemos a un hombre dispuesto a no bajar la guardia.
Engels fue uno de sus traductores al inglés, lo que sirvió para que Marx también se interesase por la obra de Heine, que también había sido alumno de Hegel durante sus estudios en Berlín. Ambos mantuvieron correspondencia con el alemán desterrado, censurado y varias veces vilipendiado. No serían los únicos, ya que en París, además de ser una figura central de su tiempo (a partir de 1831), compartiría amistad con Víctor Hugo, George Sand, y también parte del círculo de artistas como Delacroix y Paul Delaroche. “Un amigo me preguntaba por qué ahora no construíamos catedrales como las góticas famosas, y le dije: ‘Los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros, los modernos, no tenemos más que opiniones, y para elevar una catedral gótica se necesita algo más que una opinión’”, apuntaba.
Un clásico, varios libros, otras tantas ideas. Algunos hablan de censura, otros de resguardo de la intimidad. Cierto es que no aún sabemos distinguir entre la ceguera y el estrabismo, salvo un escritor, como Heine. La víctima de la censura nunca es, en efecto, el censurado, así como el desnudo jamás lo es tanto el muerto como sí en verdad el recién nacido. Recordamos a este faro alemán con una frase que lo representa, “los sabios emiten ideas nuevas; los necios las expanden”, lo que impulsa a creer que la censura no existe; lo que sobran son censores. Presumo que los nuevos lectores de Heinrich Heine serán sorprendidos por una elegancia y sutileza que, casi siempre, trae más belleza. En buena hora sus traducciones. El momento actual es casi una tentación para ejercer eso que ningún animal hasta ahora ha podido enseñar a sus crías: la belleza.

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