Amor de primavera: 25 años de democracia argentina



Ese adhesivo estaba en todos lados. El fondo era blanco. Y sólo tenía grabada dos letras, RA. En algunos formatos el fondo era una bandera argentina. Gran casualidad y mucha pericia marketinera: la República Argentina “era” Raúl Alfonsín. Era 1983, era también primavera, y a los 13 años cualquier persona cree que el mundo es más o menos perfecto. ¿Qué era entonces aquello de salir a la calle y leer las pintadas en las paredes, o pasar por manifestaciones en donde se cantaba al compás del tamboril? ¿Por qué en los almuerzos familiares de aquellas épocas discutían mis tíos, las tías, los primos mayores y hasta alguno que otro invitado?

Los recuerdos de multitudes en el centro de la ciudad me hacían pensar que se trataba de una nueva conquista de un mundial de fútbol, como en el 78. Tiempo después sabría que las cosas no eran siempre tan confusas. Porque, allá en el 83, yo salía a la calle, iba al colegio o de camino al club, y todo era alegría. Debo haber pensado en lo bien que le sentaba la primavera a las personas.

Un año antes, y por las ventanas del departamento en donde vivía, Pedro Molina casi San Martín, vi durante una tarde cómo las calles y avenidas quedaban desiertas. Y observé cómo algunas personas corrían, desesperadas, y otras se escondían, más desesperadas, mientras explotaban bombas y gases y el eco las repetía más fuerte, trayéndolas del cielo hasta el mismo living de mi casa. No pude ver más, debo decirlo, porque mis padres me sacaron de allí, sumamente nerviosos. En esa época no había móviles de TV en vivo. Tiempo después, gracias a lo que ocurrió en 1983, pude relacionar aquellos incidentes: se trataba de la movilización que había terminado con la vida de Benedicto Ortiz. Y cómo habrá sido de raro aquel 1982 que, a las pocas semanas de aquella escena, en la Escuela Normal nos hicieron dibujar los aviones que peleaban en Malvinas y los barcos ingleses que hundían nuestras fuerzas armadas, allá en el Atlántico Sur, como decían las maestras.

Nadie puede aventurar un destino diferente al que fue. Sin embargo varias veces he pensado en qué clase de persona sería si jamás hubiera vivido en democracia. Son varias las generaciones surcadas por un destino, cruel, en algunos casos fatal, de asfixia e impotencia ante la libertad reprimida. Pero es difícil entenderlos: cuando Raúl Alfonsín fue elegido presidente yo apenas tenía 13 años. Y en mi colegio todo eso se traducía en las reuniones de formación del centro de estudiantes. De modo que a esa edad todo parecía más o menos perfecto, incluso los discursos del entonces candidato radical. La contracara de todo aquello era el espantoso semblante de un dirigente que no hablaba del todo bien, y al que le gustaba incendiar ataúdes.

Después comencé a crecer y asistí a la primavera alfonsinista, una de las épocas más memorables que recuerde. El mundo ya no era más o menos perfecto, pero era lindo: chicas, recitales, libros, política hasta en el sexo. Duró hasta que aquel abanderado, el hombre justo, en el lugar justo, comenzó a enfrentarse con una realidad implacable: el malhumor intrínseco de sus compatriotas. Y así el sueño terminó. Después Menem (una suerte de Creamfields con un público de ciegos), De la Rúa (una canción histérica de Shakira), el fox trot de los presidentes de juguete, Duhalde (entre “Taquito militar” y “Cambalache”), hasta la dinastía Kirchner (que empezó siendo como Sting aunque quizá termine como Pimpinela).

No pocas veces pienso en lo horrible de crecer, aunque lo natural es evolucionar, dicen. Un gran alivio es saber que, al menos, éste ha sido el cuarto de siglo más votado de todos los ránkings nacionales. Y ya sabemos que la cantidad no siempre es calidad. Y sospecho que algo de eso es lo que habrá que ir buscando en estos veinticinco años por delante. No es poca cosa, aunque el mundo ya no sea ni parecido a lo perfecto de por entonces.

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