Alfonsín: más demócrata que nunca

Por Mauricio Runno
En el Lejano Oriente, más allá de Uruguay y Punta del Este, se suele recordar a los muertos no el día que murieron sino en el que nacieron. Es una costumbre interesante, si se entiende que un conjunto de costumbres determina una moral. Y no es que falten corruptos japoneses, a muchos funcionarios públicos los vemos suicidarse frente a la posibilidad del escarnio, sino que lo que perdura, allá, es un rito, un gesto ancestral. Las reuniones para honrar a los que ya no están se motivan el día en que ellos llegaron a este mundo. Pareciera que cambian la tragedia de la desaparición física, el stop divino, por la evocación del recuerdo y la alegría del que no está más, celebrando su nacimiento.
Lo intenté hace dos años, mientras cumplía 80. Y cuando escribir bien sobre él no calificaba muy bien. En estas horas, supongo, debe haber miles y miles de testimonios que “califican bien”. Es parte de nuestras costumbres, o sea, nuestra moral: el arribismo. Aquí, Confucio, es Confuso. Y bien Confuso. Justamente quien podría haber dado testimonio de esta confusión mala leche, acaba de marcharse.
Hace dos años titulé un texto acerca suyo, afirmando que era “el último demócrata del siglo XXI”. Era una humorada, desde luego, porque demócratas en este país tiene que haber, alguno debe quedar, claro que del fuste y la calidad republicana de Alfonsín, difícil. A las mayorías nacionales y populares pareciera no haberles gustado demasiado aquello de la democracia plena, pero, esa, hoy, es otra de las tantas historias argentinas inconclusas. Transcribo lo escrito en marzo de 2007, para no enojarme con varios de los sinvergüenzas que escribirán y hablarán sin siquiera sonrojarse.
“Hubo una vez un presidente, aquí, entre nosotros, que llevó sus ideas políticas y sociales al punto máximo del poder institucional: la Casa Rosada. Ese hombre, antes, fue opacado en su partido por años a causa del liderazgo de Ricardo Balbín. Luego fue patoteado por el peronismo más recalcitrante y antidemocrático: sindicalistas conspirando junto a militares, irresponsables mandatarios provinciales, políticos salvajes y mañosos, que van muriéndose sin pena ni gloria. Ese hombre, por extraño que parezca, logró ser presidente de un país desesperado por la violencia. Una de sus ideas centrales fue también un canto de esperanza: “Somos la vida, somos la paz”, se decía, casi un lustro atrás.
Ese mismo hombre fue el que propuso al país un movimiento histórico sobre la base de las mayorías políticas que coincidían en un progreso armónico, participativo, plural y más justo. Era un llamado para radicales, peronistas y socialistas, entendiendo al socialismo como aquello que les da de comer a las personas que tienen hambre para hacerlas libres, que las educa para el mismo fin y que las prepara para nuevos desafíos, menos angustiantes que la miseria, más atractivos que cualquier demagogia y clientelismo, al estilo del Plan Trabajar.
Aquel hombre, que hasta interrumpió una homilía en alguna ocasión haciendo uso de su investidura para defender la naciente democracia argentina, que planeó un marco estratégico comercial, como el bloque del Mercosur junto a José Sarney, que puso fin a un histórico método de resentimiento con Chile para salvar y profundizar las relaciones con un país vecino y estratégico, esta semana cumplió 80 años.
Podrá decirse cualquier barbaridad acerca de Raúl Alfonsín, como así se ha hecho en la Argentina antropófaga, ese país profundo que somos y que nos asusta. Cierto es que 80 años de un fino demócrata parece, en este presente, una buena manera de recordar que la democracia no es sólo votar a los mismos papanatas de siempre. Las sociedades se construyen gracias a los disensos, por suerte. Feliz cumpleaños, Raúl Alfonsín. Muchas gracias por la dignidad, su honestidad y por haber aguantado tantos intolerantes a sueldo. Con la democracia se come, se cura y se educa. El resto, sinceramente, es puro cuento”.

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