Osvaldo Soriano y las fotos que hablan
Por Mauricio Runno
Hace años, más de quince, lo busqué a Osvaldo Soriano por Página 12, en Avenida Belgrano (la avenida de los recién divorciados porteños en procura de camas y otros mobiliarios indispensables). Fue una entrevista larga, y, una entrevista larga, con un escritor como lo era Soriano, entonces, parecía más un curso Academia Pittman, que un reportaje para inaugurar el suplemento cultural de un flamante diario mendocino. Soriano en algún pasaje habló sobre Carlos Gardel. Y dijo que era una foto que hablaba, que, al menos a él, le hablaba. Y confesó haber fracasado en la escritura de una novela con el Zorzal nac & pop, a causa de no poder hacerlo hablar en su historia. “¿¡Quién tiene el coraje de hacerlo hablar a Gardel, eh!?”, concluía.
Los de las fotos que hablan es un recuerdo nítido de aquella vez. Fue una muy buena forma para describir, en el periodismo, algunos detalles que siempre suelen quedar relegados, por falta de tiempo o espacio o atención, o lo que fuera. Y ya se sabe que, lo que no va al periodismo, suele ir hacia la literatura, al menos en el caso de los que transitan los más o menos cordiales espacios de ambas actividades. ¿Un escritor es un hombre que escribe, después de todo?
Hay tres fotos de la semana, que hablan. No sé cuándo empieza la semana, pero, diremos, comienza cada jueves. La primera, en cronología (eso sí lo sé), es la de la presidenta, Cristina Fernández. Contra todos los pronósticos, que no suelo leer entre las repercusiones locales, decidió venir a la fiesta máxima del confín de su vicepresidente, Julio Cobos. Más fácil o menos valiente: hubiera mandado un par de ministros, funcionarios afines, pero menores, y delegar cualquier clase de gesto de parte del cobismo integrista (lástima que todos simpaticen por el Tomba), que, aquí, es, por el momento, un cántico: “somos locales otra vez, y ya lo ve, y ya lo ve…”).
Se los ve hermosos, a la presidenta y al gobernador. Rozagantes, contentos, amables en hablar con la televisión en vivo, saludar los últimos carros de la vía blanca. Es una pareja a tono con los ánimos espirituosos de la vendimia, aunque luego acorralen a la prensa: ¿no es hora que la seguridad de los funcionarios se democratice, actúe con ánimos más republicanos? Es verdad que también necesitaríamos hombres de prensa en iguales condiciones. De cualquier manera, la foto de Celso y Cristina, es una imagen que habla desde la construcción, desde el enemigo común y el de saberse parte de un grupo que precisa la legitimidad de un proyecto, más nacional que provincial, al que se considera vigorizante.
La segunda imagen es también la del gobernador, y la de otros que alguna vez lo fueron. Mendocinos que de algún modo continúan la tradición de San Martín. Es la foto más impactante de las tres: hace mucho tiempo no se reunían. Y todos unidos almorzaron en la Casa de Gobierno, lugar donde, también, todos ellos, a su tiempo, atendieron asuntos públicos. Al menos por cuatro años. Si hay un ejemplo para salir de la Argentina ególatra, la condenada al divismo, es que todos, los peronistas, los radicales, los que no se hablan, los que se hablan poco, los que se critican en la intimidad, los que derrotaron al otro (y esto es la guerra y el arte de la política, señores), estuvieron juntos, alrededor de una mesa. Aún no sabemos el menú, aunque ya se sabrá: paciencia.
No hay más impacto que los gobernadores de la democracia local en un gesto tan político como el de este testimonio fotográfico. No hay términos medios en una postal de la Argentina profunda: o todos son más de lo mismo, o todos ayudan a que no seamos una Mendoza descalabrada. Bordón, Gabrielli, Lafalla, Iglesias, Cobos, junto con Jaque, deben tener experiencia. Si ellos no la tienen, mis amigos, vayamos sacando turno para el analista más completo. Y para ellos también, claro. Quizá la no presencia del extinto Felipe Llaver les otorgue más oportunidades para no criticarlos por el modo errático de Mendoza y la Nación en las últimas décadas.
La tercera, y última foto, no llegó a serla, al menos desde esta crónica. Maradona y Riquelme, el escándalo de los 10 a sangre caliente, a piel abierta. Parece una canción de Pimpinela, una pelea berreta de Jorge Rial, un reality de los chatarras. No están en una foto juntos, no, para nada. Lo que eligen es una foto partida, de un lado, el entrenador, del otro, el jugador. No estaría mal recordarles que alguna vez vistieron la 10 de Boca, la de la Selección, y que la gloria no es ganar siempre, sino perder lo menos posible. Y no es el catenaccio sin gracia de Bilardo, lo que se elogia, sino un más que racional puente hacia la mesura, una suerte de efecto anti Moria Casán, un poco de humildad, viste.
El resto, pibe, como decía Soriano aquella tarde en Avenida Belgrano, es literatura, viejo.
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