Máxima, la princesita
El lunes pasado, cuando la expectativa en Holanda y Argentina era fundada, ya que un día al año puede suceder, Máxima Zorreguieta no ocupó el trono de la casa Orange, ya que la reina Beatrix no abdicó, ni mucho menos. Habrá que esperar un año para que eso ocurra, si es que ocurre, porque no es fácil que una reina abdique, menos cuando no está obligada. Y síntomas de demencia por ahora no ha mostrado. Y no es de bien nacido desearle la muerte a nadie. Es que, bien por el contrario, Beatrix está radiante. El que no escondió su demencia fue el automovilista, aquel desempleado que en su arremetida por atentar contra la familia real holandesa, no vaciló en llevarse puesto a varios de sus compatriotas. Hubo muertos, nerviosismo, tensión, corridas, y la certeza que el intento falló, esta vez, por poco.
El libro escrito por Gonzalo Alvarez Guerrero y Soledad Ferrari, “Máxima, una historia real”, uno de los éxitos editoriales de 2009, bien puede ser la base para una película casi inminente. Con varias dificultades para obtener información y con la prohibición expresa por contrato de no revelar detalles de su pasado (en el colegio, entre los familiares), el trabajo de ambos es una recorrida más que decorosa por algunos secretos palaciegos y aspectos poco conocidas de esta argentina que, en algunos países, ya ha eclipsado el halo de Diego Maradona. No es raro que en los Países Bajos la referencia acerca del nuestro sea una rotunda evocación a la princesa, que alguna vez perteneció a la clase media alta porteña.
Nada le fue fácil para llegar a integrar una de las casas reales más prestigiosas de Europa. Máxima, en ese sentido, ha sido poco argentina: el esfuerzo y una notable perseverancia la hicieron dejar de lado, primero, los complejos de pertenecer y no pertenecer a las familias patricias porteñas. Luego, a trabajar y estudiar, para costearse la carrera universitaria. Y cuando creyó que aquí no podría aprender más se embarcó hacia la Gran Manzana. Fue en New York en donde Máxima no alcanzó a descollar, ya que, en los albores de su trayectoria como asesora en inversiones, se le cruzó un príncipe, Willem Alexander Claus George Ferdinand.
Para casarse con ese príncipe que remite, y bastante, a las mejores historias del género, ella debió sufrir aún más. E imponerse en un delicado equilibrio. Aunque a veces este matiz no exista. Sus padres fueron prohibidos en la boda real (un punto alto en la investigación del libro), todos lo recordamos, y más aún mediando el Parlamento holandés, institución tan respetable que hasta tiene poder de veto sobre los herederos de la Corona.
Máxima hoy habla holandés mejor que los propios holandeses. Ha seguido estudiando, reemplazando la economía por la historia y tradición de su país (suele decir: “soy una holandesa que nació en Argentina”), y trabaja con bastante ahínco en cuestiones terrenales que, por su formación, intentan desarrollar como micro-emprendimientos en distintos países del tercer mundo, incluyendo al nuestro, por más que la categoría le pese al senador Carlos Menem (el sueldo anual de la princesa en 2008 ascendió a 893.000 euros).
Un día, y si todo sale como está perfectamente previsto, Máxima será la reina de Holanda. Mientras, el libro de Alvarez Guerrero y Ferrari cuenta con enorme simpleza y con variedad de detalles la vida de una muchacha que ha sabido tomar vacaciones alguna vez en San Rafael. Eran otros tiempos. Por cierto, nadie soñaba, entonces, que el cuento de hadas se transformaría en su vida real.
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