Lo que debe ser una estancia argentina (crónica del 1900)
Hace más de un siglo, la estancia como unidad de desarrollo económico, fue parte de las preocupaciones del diario Ecos de San Rafael, que se editaba en la ciudad al sur de Mendoza. Suerte de decálogo del progreso, la nota es una radiografía casi doméstica sobre un pilar de la economía nacional: el campo. Es también un paseo por una época en la cual reconocemos hábitos e ideas bastante comunes en los días más contemporáneos. Reproduzco parte de esta nota escrita en 1900.
Archivo Mauricio Runno
Archivo Mauricio Runno
Un criador inteligente y emprendedor se enriquece en pocos años; un criador rutinario y pasivo comienza por comerse sus haciendas y termina hipotecando su campo.
En nuestra tierra todo lo hace el sol y la lluvia. Estos poderosos agentes de la naturaleza cubren de abundantes pastos y aguadas las extensas sábanas pampeanas, para solaz y multiplicación de ganados.
La obra del hombre entra por poco en la producción ganadera; la naturaleza provee de riquezas a nuestros estancieros; no tienen más que alargar la mano y tomarlas.
Entrad a una estancia. Un gran bosque de frutales, sauces y eucaliptus cubre de los vientos al conjunto de habitaciones simétricamente edificadas, dado que allí no es el arte sino la necesidad o el capricho del estanciero quien ha dado ubicación a las casas. Al lado de estas un corral, un chiquero de cerdos y algún galpón para el cuidado de los toros de raza y carneros padres. Otro galpón para la esquila, un jagüel y quizá nada más. Desparramados aquí y allá uno que otro rancho solitario, vivienda del puestero que cuida una de las majadas y una punta de vacas. En el bajo una cañada o una laguna de turbias aguas; por casualidad un manantial o un arroyo.
En este escenario se desarrolla la riqueza del país; un horizonte sin límites sólo interrumpido por las poblaciones de la estancia, castillo feudal de nuestros tiempos y en esa llanura, entregados a sí mismos, innumerables ganados, sometidos a las alternativas del sol, de la lluvia, del frío, del calor, de la sequía, de la humedad, de la abundancia, del hambre y de la sed; empujados por las naturales variaciones climatéricas, a una degeneración perjudicial, degeneración que aminora los productos y deprecia su valor.
Entrad ahora a la estancia de un ganadero que entiende el negocio y sabe sacar de él todo el partido posible. Su campo está dividido en potreros de 100, 150 y 200 hectáreas a lo sumo. Si el campo no tiene aguadas permanentes, un conveniente número de pozos semi-insurgentes, de construcción económica asegura agua pura y limpia para sus ganados. Macizos de árboles diseminados aquí y allá prestan su sombra protectora durante la estación estival, tanto al ganado lanar como al vacuno. Una zona discretamente extensa, plantada de alfalfa asegura el forraje necesario en casos de sequía o epidemia. Cuando el campo está bueno, el forraje sobrante se vende y con esto se indemniza de los gastos que el mantenimiento del alfalfar ocasiona.
El estanciero inteligente siembra maíz en cantidad suficiente, sea para grano, sea para forraje verde. Hace su provisión de reserva y el excedente lo vende. De este modo se indemniza de los gastos y se precave contra gastos mayores.
(…) El peón o capataz a sueldo no cuida ni se interesa tanto como un habilitado. Hágase de un honrado peón o capataz un socio, désele la mitad o tercera parte de sus utilidades líquidas, y se verá cómo el campo que daba 20 pesos por hectárea deja 30 o 35 de beneficio descontando la parte del socio.
Tiempo es ya de que los señores ganaderos refacciones y reformen sus métodos de explotación agropecuaria. Hoy los campos valen más, las haciendas valen más y por lo mismo los perjuicios de una desacertada explotación son mayores.
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