Borges entre los laberintos y las viñas de Mendoza



¿Para qué sirve un laberinto? La pregunta la oímos como mantra al levantar el Laberinto Homenaje a Borges, en finca Los Alamos, en San Rafael. Comenzaba el siglo en Argentina y comenzaba, también, una de las tantas crisis que suelen ser “las peores”.

En general, vivir en crisis, en Argentina, parece más un cuento chino que un poema de Borges. Argentina, como los laberintos, siempre tiene una o más salidas. Aquella de 2001 nos impulsó, mucho, a construir un homenaje que, pensábamos, debía perdurar hasta superarnos, fuera del espacio y del tiempo. Eramos cuatro tipos que por entonces pensábamos que otra salida al laberinto de la crisis era rajarse del país, dejar las ciudades en medio del fuego y comenzar alguna suerte de diáspora. Por suerte esa vez nos quedamos.



Camilo Aldao había frecuentado a Borges desde niño. Vivía en el mismo edificio que su tía Susana Bombal, una de las pocas mujeres con quien Borges hablaba de literatura. No importa tanto saber si él prefería dejar esos temas para diálogos entre hombres, sino más bien que Susana era una suerte de par, una compañía inteligente. La escritora Bombal siempre se permitió inusuales privilegios con el escritor. Y Camilo era niño cuando ellos se visitaban o charlaban por teléfono, antes o después del concierto típico de música clásica que entonces transmitía Radio Nacional.



Camilo entrevistó a Borges para una publicación escolar, testimonio recogido por Jaime Correas en su reciente novela “Los falsificadores de Borges”. Allí también reconstruye parte del ADN del Laberinto de Borges en San Rafael. Tiempo más tarde Camilo comenzaría siendo periodista pero sólo se iría alejando de la profesión para convertirse en un escritor sin plan ni pretensiones. Escribía con mucha responsabilidad, gracia y talento, sobre lo que fuera, e intentaba contagiar su curiosidad. Y lo lograba.



El tuvo un sueño cuando supo la historia de un inglés amigo de su tía Susana, no otro que Randoll Coate, que hasta su muerte fue considerado el mejor diseñador de laberintos simbólicos del mundo. Este señor había visitado la Argentina varias veces, incluso había llegado a San Rafael para vacacionar en Los Alamos, y siempre había compartido con Susana la admiración por Borges. Algún tiempo después que Borges muriera (y de esto hoy hace 25 años) Coate se comunicó en Buenos Aires con Susana para contarle que había soñado esa noche con un laberinto. Se trataba de uno en forma de libro, abierto, en el cual se leían las letras que conformaban el nombre y apellido del escritor argentino. Estaba también inspirado por el cuento “El jardín de los senderos que se bifurcan” (que también emulara el patio interno de la casa de Maga Correas, en su casona frente a la Plaza Independencia).

Un día del siglo XXI Camilo desempolvó en San Rafael las carpetas con parte de aquel proyecto, que lo había llevado a Paris y que lo dejaba atónito en Buenos Aires por la indiferencia y desdén que recibió en busca de ayuda para levantarlo allí. Comenzamos a pensar ese laberinto, y allí estuvieron Andrés Ridois y Gabriel Mortarotti. Eramos cuatro pero al rato éramos cientos y hoy ya somos miles. Y así empezó esta historia de Borges en San Rafael. Y la de la réplica que hoy se inaugura en Venecia, y que en diciembre próximo también se levantará en Islandia, aunque se trate de un laberinto de hielo.



Es un día genial, hoy, martes, a un lustro de la muerte de Borges, recordar a Camilo (o Kmy, o el cachafaz, tanto da). El también ha cruzado el gran mar y hoy nos recibe en un rincón del laberinto. Supongo que nada nos hace más gracia que haber intentado escribir un libro abierto, al universo, el más grandel del mundo, y que ya varias copias hoy estén diseminadas en cualquier rincón del planeta.

¿Para qué sirve un laberinto? Cada vez oímos menos esta primera pregunta, acaso porque tenemos otras nuevas preguntas. Si de eso se trata, apropiarse de certezas sólo para encontrar nuevas incertidumbres, quizá estemos entonces transitando algún camino del laberinto que es la vida.

Las fotos que aquí aparecen son parte del archivo de Gabriel Mortarotti

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