Raúl Alfonsín, el último demócrata del siglo XXI
Hubo una vez un presidente, aquí, entre nosotros, que llevó sus ideas políticas y sociales al punto máximo del poder institucional: la Casa Rosada. Ese hombre, antes, fue opacado en su partido por años a causa del liderazgo de Ricardo Balbín. Luego fue patoteado por el peronismo más recalcitrante y antidemocrático: sindicalistas conspirando junto a militares, irresponsables mandatarios provinciales, políticos salvajes y mañosos, que van muriéndose sin pena ni gloria. Ese hombre, por extraño que parezca, logró ser presidente de un país desesperado por la violencia. Una de sus ideas centrales fue también un canto de esperanza: “Somos la vida, somos la paz”, se decía, casi un lustro atrás.
Aquel hombre tuvo el poder y lo mantuvo hasta que los desconocidos de siempre entendieron que era hora de volver a interrumpir los ciclos institucionales, que casi siempre coinciden con presidentes, legítimos y electos, pertenecientes a la Unión Cívica Radical. Aquella vez todos ayudaron, los sindicalistas, la oposición, de derecha e izquierda (comunistas, nacionalistas, todos unidos triunfaremos…), los militares, el poder económico y un largo etcétera sobre el cual alguna vez alguien debería reparar para medir el escaso vuelo de nuestra sociedad, a la hora de construir acuerdos civilizados y racionales. Pese a las adversidades, aquel hombre siempre mantuvo coherencia en la acción: tolerancia, disenso, participación. Fueron sus armas frente a paros generales, cuarteles con cebadores de mate profesionales y empresarios conmovidos por una economía que, cierto, no encontraba rumbo alguno.
Ese mismo hombre fue el que propuso al país un movimiento histórico sobre la base de las mayorías políticas que coincidían en un progreso armónico, participativo, plural y más justo. Era un llamado para radicales, peronistas y socialistas, entendiendo al socialismo como aquello que les da de comer a las personas que tienen hambre para hacerlas libres, que las educa para el mismo fin y que las prepara para nuevos desafíos, menos angustiantes que la miseria, más atractivos que cualquier demagogia y clientelismo, al estilo del Plan Trabajar. Algunos sensatos de la década del 80 respondieron a ese llamado, que superaba un mero gesto, como lo fue el abrazo entre Perón y Balbín luego de décadas de peleas gorilas y totalitarismos tan vigentes (Chávez ha dicho imitar a Perón; a veces no se sabe si su modelo es Isabelita o Juan Domingo).
Aquel hombre, que hasta interrumpió una homilía en alguna ocasión haciendo uso de su investidura para defender la naciente democracia argentina, que planeó un marco estratégico comercial, como el bloque del Mercosur junto a José Sarney, que puso fin a un histórico método de resentimiento con Chile para salvar y profundizar las relaciones con un país vecino y estratégico, esta semana cumplió 80 años.
Podrá decirse cualquier barbaridad acerca de Raúl Alfonsín, como así se ha hecho en la Argentina antropófaga, ese país profundo que somos y que nos asusta. Cierto es que 80 años de un fino demócrata parece, en este presente, una buena manera de recordar que la democracia no es sólo votar a los mismos papanatas de siempre. Varios aún piensan que la deuda de la democracia es más bien un asunto de ideas y no tanto de cartera (o caja, como gustan llamarla los miserables nuevos ricos). La moda es estar de acuerdo con los supuestos poderosos, codearse con otros tantos desesperados por un cargo, una coima o un futuro tan vano como el de los inventos apurados, sin ton ni son.
Las sociedades se construyen gracias a los disensos, por suerte. Feliz cumpleaños, Raúl Alfonsín. Muchas gracias por la dignidad, su honestidad y por haber aguantado tantos intolerantes a sueldo. Con la democracia se come, se cura y se educa. El resto, sinceramente, es puro cuento.
Hoy Alfonsín hubiera cumplido 85 años.
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