Todos los toros, el toro: el Minotauro en el Laberinto
Hubo un atardecer en que los hombres y mujeres le rendían culto y hasta pleitesía. Podía ser una exageración, quizá. Pero es una de las certezas que imprime la cultura minoica: los constantes rituales y una más que poderosa adoración del toro. Explicaron que condensaba cualidades que ya son legados del rey Minos: ellos eran lo sexual, lo erótico y hasta lo fértil. Aquella forma de sociedad aparecía en Creta, 2000 años antes de un Cristo.
Los toros eran deidades con derechos ilimitados, obvio. Y los relatos del Palacio de Knossos hablan de toros con honores de majestades. La tauromaquia vivió su esplendor. Miles de años después proseguimos fascinados el mito del Minotauro y el Laberinto, una de las historias clásicas que han logrado sobrevivir y surcar el imaginario de los mortales.
El personaje nació como hombre-toro. Y el Minotauro fue profusamente caracterizado en las ceremonias religiosas, en las cuales los sacerdotes portaban máscaras en forma de cabeza de toro. La nomenclatura en griego del Minotauro se descompone de Minotavros, que remite al rey Minos, y Tavros, por Toro. El mito tiene un denominador común: el Minotauro, ese hombre mitad bestia o viceversa, con una vida oculta o a veces más visible, vivía dentro del laberinto de Creta.
Era un monstruo que tenía de costumbre la necesidad devorar a víctimas que se ofrendaban en sacrificios paganos. Para ello se los arrojaba a las profundidades del laberinto. Según el mito, el único que pudo con él fue Teseo, estandarte de una delegación formada por siete doncellas y siete efebos. Teseo, estoico, persistente gladiador, salió de allí airoso, y pudo sortear el laberinto siguiendo los hilos dejados por Ariadna, una prometida que nunca llegaría a ser su esposa, sino que la reemplazó su hermana Fedra. No es fácil la vida para los héroes. Ni siquiera en la más estricta mitología.
El toro blanco del mito nació de las entrañas del mar. Lo que debía ser una muestra fantástica del poder de los dioses griegos se convirtió en pesadilla. El rey Minos prometió a Poseidón que sacrificaría lo primero que saliera del mar. Y Poseidón hizo emerger un toro entre las olas. Minos fue seducido, al punto que lo sumó a sus rebaños. Sin embargo, Poseidón, bajo cólera y malestar divino, elucubró demencial: hizo que la reina Pasífae, esposa de Minos, se enamorara del animal. Fue así que Dédalo construyó una vaca de madera, para que dentro se escondiera Pasífae, y así el toro saciara sus instintos primarios. No tardó Pasífae en quedar embarazada. De allí no mediaría mayor horror que aquel paria monstruoso: el Minotauro. Minos mandaría a Heracles a capturarlo y Dédalo, el gran arquitecto, sería encomendado a levantar un complicado Laberinto como guarida y escenografía de su suplicio.
El laberinto fue una sofisticación de diseño en manos de Dédalo. Una vez que alguien lo transitaba, no podía encontrar modo de salir. Tarde o temprano se encontraría cara a cara con el Minotauro. La extraña paradoja es que la criatura era también un prisionero allí dentro. Una gran mayoría de artistas ha representado a Teseo y su espada en la herida mortal al Minotauro.
Es un largo viaje el que surcamos, prácticamente desde lo inmemorial, para stopear en un artista que es toda referencia en la continuidad del Minotauro y su derrotero. Es menester recordar a George Frederick Watts. En su clásica pintura “El Minotauro”, la pesadilla se asoma por uno de los muros, acaso contemplando el mar y aguardando de ese paisaje el lento arribo de algún barco, algún atisbo de vida para saciarse, alguna novedad, en definitiva.
Watts es un pintor que con esta alegoría transmite un mensaje de carácter moral. Es opinión unánime que su Minotauro refleja la bestialidad del hombre y la lujuria, especialmente en el confín del mundo varonil. La elaboración y el significado del lienzo remontan a las cruzadas en búsqueda de sosiego, contra la prostitución infantil, que condujo a que en 1885 se aprobara una enmienda en el Código Penal británico, para aumentar la edad de consentimiento sexual de los trece a los dieciséis años.
“El apetito del Minotauro de Londres es insaciable”, se escribía, entonces. “Si las hijas de las personas deben entregarse como bocados suaves para servir a las pasiones de los ricos, que ellas, al menos, puedan alcanzar una edad en la que entiendan la naturaleza del sacrificio que se les pide”. Por esa razón Watts apuró “El Minotauro”, pintado con una rapidez inusual, casi como una respuesta a “un tema doloroso”, que llenaba páginas y páginas de los diarios de la tarde.
Cuando “El Minotauro” de Watts fue mostrado por primera vez, en una exposición en Liverpool, en el otoño de 1885, el artista explicó que su objetivo había sido “soportar lo detestable, lo bestial y brutal” de su país. “El Minotauro” fue uno de esos trabajos que Watts entregó a la nación británica, en 1897, y que ahora se celebra en la colección de la Tate. En esta terrible figura existe una acabada representación del artista acerca de la codicia y la lujuria, asociada a las civilizaciones modernas.
Los toros de Fabián Alvarez, en cambio, salen de la figura demencial y ortodoxa del Minotauro. Pasean por laberintos, se nutren en ellos, pastan y bufan incluso en esos intrincados senderos, pero son realmente inofensivos. La serie de toros que el artista viene produciendo en el último tiempo, mientras pergeña y en puntitas de pie intuye otro camino, serían parientes de aquel toro iniciático, pero no tan directos.
La colección ha sido concebida en dibujos y bocetos que hoy parecieran ya pertenecer a otra persona. Es que de los primeros trazos hasta las distintas variaciones, la evolución en la forma y en el fondo son notables. Han ganado vitalidad, frescura y un acabado que siempre pareció estar allí, a mano, a veces escondido o postergado. Tal como los laberintos, los caminos de la creación artística también resultan, en la mayoría de los casos, insondables.
El torero Alvarez revive así sus días en Madrid, mediante una geometría sin dudas animal. No es el caso enunciado por el matemático y físico, Jules Henri Poincaré, que afirmaba en un alarde de cinismo que la geometría era el arte de pensar bien y dibujar mal. Incluso las astas responden a un patrón que a veces los hace mirar al cielo en actitud amigable. Para quienes procuran toros bravíos y machos se les recomienda la película “Matador”, de las primeras de Almodóvar.
Otro español memorable, Pablo Picasso, también estuvo muy influenciado por la imaginería de la tauromaquia. Se lo adjudican a dos motivos: a su errante condición de español en exilio francés y a que fue asiduo espectador de las corridas, de niño, llevado por su padre. “Para mí, el toro es el animal más orgulloso que existe”, afirma el maestro cubista. Y aquí sí parecieran encontrar contención los toros de Alvarez. Cordiales, pero siempre personales, estilizados y refinados, sin perder el carácter. Si se los mira con cierto detenimiento se apreciará que estos animales nunca están agitados: reposan más de lo que posan.
Cuando los cuernos aparecen apretados, o bien cierran las puntas, quedando éstas más o menos paralelas al suelo, se los llama brocho. Y este tecnicismo que nos lega la retórica de la tauromaquia habla muy ciertamente de la manada que entrega el artista. La búsqueda de Alvarez, para estos toros que apenas pasean, entre curiosos y perplejos por el laberinto, es un lenguaje que precisa de la paciencia del artesano y la sensibilidad del artista. Luego de varias fundiciones, que alcanzan el metal pero también la cerámica, hasta el codillo, la articulación entre el brazo y antebrazo, próxima al pecho, el animal está listo para salir al ruedo.
Y así queda registrado, en esta serie que seguramente conocerá nuevos ejemplares.
Estos son esos toros enamorados de la luna, que abandonan por las noches la manada, despintados de amapola y aceituna. Abanicos de colores, parecen sus patas. Y así hasta que la canción se hace alegría y baile.
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