Gustavo Cerati, nada personal
Gustavo Cerati, nada personal. Es una de las figuras indispensables de la música argentina. Sus canciones son parte de la historia de la vida de millones de personas. Aquí, una de ellas. Verano de 1986
A mi hermana le gustó primero que a mí. Ella tenía 12 o 13. Soy el mayor de los dos. De alguna manera esto echa por tierra aquello que los primeros son los primeros. No sé cómo hizo para comprar un casete de “Nada personal”. No sé de dónde sacó la plata. Para mi familia ese casete fue inolvidable, ya que nos acompañó en viaje a Mar del Plata en lo que, calculo, fueron las últimas vacaciones en familia.
La cajita donde venía el casete tenía ese encanto efímero de las mariposas: brillaba cuando abrías el celofán, pero a los 48 minutos con 21 segundos ya aparecía opaca, como los sueños de las tías solteronas. Se resquebraba con cierta facilidad, como los lentes de las tías solteronas frente a la soledad de los noticieros por la noche. Ninguno en mi familia sabría que la cajita nos daría un gran momento.
“Nada personal” se repetía en la ruta alterando el paisaje que nos llevaba de la cordillera a los acantilados del mar. Más de 1000 kilómetros en los cuales cambiaban los colores, los árboles, los trajes de las policías provinciales en los puestos de frontera. Con la aceleración del tiempo creemos que 1000 kilómetros es poco más de una hora y media en avión. Yo soy y sigo siendo del tiempo en que 1000 kilómetros es un viaje terrestre de infinitas alternativas dentro de 10 horas. Los que estén apurados pueden ir abandonando este texto.
Siempre quise a mi hermana, pero nos hemos peleado como buenos hermanos. Ella era la más pequeña y el pacto implícito entre mis padres y yo era darle esa música que nos masacraba el cerebro durante aquella gira, en la que atravesábamos la pampa húmeda argentina. Yo la veía de reojo y medio que la odiaba un poco más: bailaba, sentada en el coche, y cantaba. Le cantaba a las vacas que aparecían en la ruta. Bajaba la ventanilla y cantaba más fuerte. Veía a mi padre por el espejo retrovisor. Nos reíamos, no tan en silencio, medio entre la burla y el contentor de verla de ese modo.
Yo oía a Spinetta, a Charly García. Me creía un piola del año cero. Tenía 15 o 16, que es la edad en la cual si no te creés un piola del año cero estás medio embalsamado. Escuchaba esas canciones de “Nada personal” y pensaba en lo ridículo de las letras, en la música chingui chingui, en lo frívolo que me caían estos flacos. Eran tres, los monos. Salían chiquititos en la portada del casete. Y en la parte de adentro, un poco más grandes, pintarrajeados, medios horribles para mí, un piola del año cero que sabía todas las canciones de Almendra, Spinetta Jade, Clics Modernos o Serú Giran.
Una vez que llegamos a la costa y respiramos todo el yodo de los tres océanos del mundo, todo pero todo el yodo, pudimos dedicarnos a pasear. Hacíamos programas que nos gustaran a la mayoría y los que no, se hacían más o menos en solitario. Lo que era indiscutible era almorzar y cenar juntos, los cuatro. El mar estaba encantador.
Uno de esos almuerzos fue en un restaurante que ni recuerdo cuál era. El que debe saberlo es mi padre, quizá recuerde todo como si hubiera sido ayer. En esa comida hicimos todo lo que está convenido como aceptable: escogimos platos, bebidas, comimos pancitos con manteca y sal, esperamos, charlamos.
Hasta que se desató un tímido revuelo desde la entrada del lugar. Mi hermana salto como un gremlins de su silla. Hicimos esfuerzos en averiguar qué pasaba. Estaban llegando a comer estos tres flacos que ya habíamos olvidado. Parecían más insoportables que la arena que salpicaba el viento.
Entraron los flacos, los tres tigres querían comer trigo, parece. Hubo algunos empujones de asistentes, esa coreografía de la fama, lo que surgió como exagerado, si ninguno de ellos era ni Spinetta o Charly, y se acomodaron al fondo del comedor. Tenían los pelos como lianas y no se sacaban las gafas oscuras, como si hubieran sido del equipo de fútbol 5 de Ray Charles.
Mi hermana estaba en shock. Se reía, nerviosa, e incrédula. Mi madre, feliz, de verla feliz. Yo que maldecía la mala suerte de no coincidir con Spinetta o Charly. Y mi padre, decidido a todo. Tanto como a levantarse y salir del restaurante, sin dar mayor explicación. Nos quedamos mudos ante su gesto. Cuando regresó tenía la cajita del casete en una mano. “Nada personal”, nos dijo. Y dejó las llaves a un lado y justo llegó el almuerzo. Eran los peces más pescados, después de las rabas.
No recuerdo el postre. Seguro que debe haber sido un invento argentino, excepcional como pocos: vigilante o flan con dulce de leche.Mi hermana seguía conmocionada. Se había pasado la comida mirándolos y nos contaba detalles absolutamente innecesarios de lo que hacían. Típica intervención de los hermanos menores. Hasta mi madre se dio vuelta, vaya a saber en busca de qué detalle. La sobremesa se extendió un rato más. Y un rato más. Y otro rato más.
Los tres tigres del trigo se levantaron, como si hubieran pedido comida de astronauta, y cuando cruzaron nuestra mesa se sintieron sorprendidos por la voz de mi padre. “Momento, momento”, escuchamos, todos. Se hizo el silencio de los temblores infinitos de Mendoza. Uno de los tres tigres detuvo el andar y mi padre le arrimó la cajita del casete, pidiendo un autógrafo.
“Es para mi hija, la ves. Se ha puesto tímida”, acotó. Mi hermana estaba colorada como camarón, a punto del suicidio o el asesinato en masa. El tigre que se paró sonrió. Era Gustavo Cerati. Dijo que sí, claro. Preguntó de dónde éramos. Todas las respuestas llegaron, mientras comenzaba el operativo del bolígrafo, que es el objeto más inútil en cualquier clase de vacaciones.
“Ustedes son Soda Stéreo, pero. nosotros somos más del Vino Tinto”. Mi padre siempre ha sido un poco más que directo para referirse a su lugar en el mundo. Nadie se rió con su comentario. Y así pasaba la vida, como así pasaba la cajita de plástico en mano de los tigres, que dejaban sus palabras o una firma o algún garabato. Cuando toda aquella ceremonia acabó hubo saludos, buenos augurios, los gestos de la despedida. Era el verano de 1985.
Mi hermana conservó aquella cajita con la firma de los Soda durante muchísimos años. Después se olvidó o se mudó. Siempre que a alguien se le perdía algo aparecía aquella cajita, del rincón de lo insondable. Estoy seguro que mi madre un día se hartó de los plásticos (mi madre se harta de las cosas por rubros, valga aclarar). Mi padre siguió tomando vino tinto, claro. Yo me hice fan de Soda Stéreo, hice notas, los vi en muchos recitales, estuve en River aquella vez monumental, y la música solista de Cerati siempre me pareció de fineza excepcional, lejos de la hechura terrícola. No sé si hablar de mi hermana: tengo miedo que vaya a verlo a Arjona dentro de unos días.
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