Argentina, la versión violenta de una eterna y falsa Alemania


Por Mauricio Runno

"Con la democracia se come, se cura y se educa". Es un gran resumen de un gran orador de la política que no conocía de tantos asesores y especialistas en comunicación. Alfonsín la extendió en sus rezos laicos por todo el país. Era una esperanza que se hizo frustración. Empezando por sus choques de realidad que lo sacaron del gobierno. Menem surgía como la figurita del  mesías de esta farsa de Alemania que nos venden como Argentina. Gato por liebre. “Estamos mal, pero vamos bien”, decía el riojano. Estábamos en el primer mundo. Un peso, un dólar. Privatizaciones (by Roberto Dromi, también experto en estatizaciones, en épocas del kirchnerato). Relaciones carnales con Estados Unidos. No había duda: al fin éramos Alemania.

Aquella ficción argentina terminó cuando el país padeció el impacto de una política enferma de inmediatismo, demagogia, y despertó de la resaca de una fiesta, confusa, todavía mareada.

Hubo muertos, otra vez quiebre institucional, desfile de presidentes como productos en góndola. Duhalde y su hora comenzó con un nuevo presagio alemán a la criolla: "Los argentinos estamos condenados al éxito". El bonaerense recurrió a una devaluación descomunal, casi como los despojos de los jerarcas nazis sobre las mejores obras de artes de las colecciones europeas. Y como nada podía ser peor el asunto se estabilizó y hasta mejoró, claro que era una economía "mejor" respecto a la que podemos imaginar que rige en el infierno. Eramos Alemania, pero la del Este, la del muro.

Arribó al poder una suerte de Maquiavelo con El Viejo Vizcacha. Y su pecado capital se hizo una religión y hasta una cultura: la codicia. Ok, compatriotas, vamos a ser como Alemania, pero vamos a ser mejores que Alemania y vamos a dar pelea al que se oponga y si a nadie sorprendemos cerramos las fronteras y listo, ya somos Alemania y no le convidamos a nadie de aquel mundo que no nos respete como capos atómicos intergalácticos.

Pobre Néstor. Perdió hasta la salud. Y con su ida, la Alemania picante, compadrita, provocadora, quedó en manos de su peor versión. CFK siempre vivió en na especie de Alemania. Imaginaria, deseada, soñada. La real politik nos dejó un país parado sobre nubes turbulentas. Ella machacaba a toda hora en televisión que efectivamente lo éramos, esto es Alemania, repetía como mantra. Y nos retaba: no podíamos ser tan miopes de no verlo, no disfrutar del estado de bienestar, la capacidad de potencia emergente, miles de derechos otorgados, desperdigados, sin reclamar obligación alguna. Era magia. Lo que desentona con el sistema germano. 

Nos mirábamos como diciendo: "che, este tipa habla como una alemana, capaz que somos alemanes y además ingratos". 

Los que no éramos alemanes pensábamos que derrotar esa arquitectura política llevaría años. Nos peleamos con amigos, familiares, conocidos, desconocidos, con el que pintara. Era tensión tras tensión y los pibes de la liberación en HD. Todo era para todos, lo que es lo mismo a decir que nada era de nadie. Pero ni imaginábamos la magnitud del desfalco que se perpetraba entre bambalinas. Es que había otra fiesta y nadie se negaba. Y vivíamos como en un fucking eterno Oktoberfest, pero de fernet.

En cualquier caso éramos una Alemania en guerra: amor y defensa hacia los leales, látigo y acusaciones, todas, contra los enemigos.

Violencia. Me encuentro hablando de violencia cuando he sido protagonista de una estupidez, tonta y evitable. Hablo de la violencia de género, en alza. Algunos envidiosos, como los agrupados en una pretenciosa web que no paga aportes jubilatorios hace años, financiada por Construcciones Electromecánicas del Oeste SA (CEOSA), amiga y preferida del interno Julio De Vido, amplificaron una serie de incidentes privados. Lo hicieron desprovistos de toda clase de rigor y con un violencia clásica de las operaciones de propaganda, condenable pero afortunadamente cada vez menos usual. No les alcanza con las licitaciones de obra pública.

Compran y bancan medios, que, como la constructora, vive del Estado. Le dicen periodismo, lo cual es una confusión muy de esta época. Viven con la de tu bolsillo.

Los empleados de Julio De Vido en Mendoza, Carlos Ponce (un peronista que todavía usa los mocasines de los radicales de los 80) y el inefable y aspirante a perverso y pésimo escritor Richar (sin "d" y con el agregado de la "r" final tantas veces como se prosiga el juego) Montacurto, me usaron como venganza con quienes me empleaban, sus ex empleadores. Es histórica esa pelea, del lado de lo redactores especiales de Julio De Vido y de un sector de los servicios de Inteligencia. Se pelean solitos, en una palabra. Y en las artimañas me castigaron sin demasiada investigación y evidencia. Pero lo lograron: obviamente me quedé sin trabajo, ayudado por los geniales gerentes radicales -con doble renta- que eran mis ahora ex compañeros. En el fondo, no tengo afinidad con ninguno de estos grupos, pero entre ellos se detestan y en nombre del periodismo son violentos, a su manera. Y la historia es un poco más larga, pero a nadie le interesa, ni siquiera a mí. Y he relatado esto porque no faltará quien piense qué tupé el mío para detenerme en la violencia, como si nadie fuera portador de un ADN que nos atraviesa.

Detesto la violencia. Me da miedo, entre las muchas cosas que me dan miedo. En general es una zona humana que me paraliza. Y debe ser el espíritu pisciano que cuando me rebalsa, gota a gota, hasta los peces mueren en el tsunami.

Cómo evitar la violencia en una Argentina disfrazada de Alemania. 

Es la gran pregunta que nos ha dejado la Alemania de CFK y sus constantes apelaciones y apologías a métodos que jamás consiguieron nada edificante en la historia de este país. 

¿Podemos cultivarla, como eternos adolescentes, conflictivos, oscuros, apegados al laberinto del ombligo?

La violencia no es un síntoma reducido a la "política" ni a un estado general que la promueve, sino que encierra y desarrolla toda una cultura. Es la "batalla" a dar para no acelerarla ni siquiera naturalizarla, pese a los costos que seguimos abonando en la ventanilla de la vocación frenética por el pasado. 

La violencia no reposa en el fondo del bolsillo de ninguna autoridad, ni en la justicia, ni en el discurso de los medios o las bataholas que producen las redes sociales. O mejor dicho: si está allí no es porque la dirigencia política sea la única responsable. Violentos somos todos porque de alguna manera otros sentimientos, la impotencia, el fracaso, el miedo, lo injusto, la expresan mejor que otro asunto. Y nos permite dialogar, como el pogo del punk.

No creo que la violencia sea parte de la consabida grieta, sino más bien el denominador común, el aparato que nos pone en situaciones a las que entendemos ineludibles. Ponemos allí la energía, el instinto salvaje, y es lo que nutre a los moradores de ambas orillas. 

La administración Macri, a su modo, ejerce una violencia social más sutil que el kirchnerismo, hasta diríamos que una de corte femenino. Es cuidada, prolija y psicológica. Violencia es mentir, después de todo. Y Macri deberá recuperar esa virtud. 

Sin embargo, intuyo, la violencia en ambas orillas es en la mayoría de los casos involuntaria y hasta indeseable cuando la tensión es insoportable. Macri y los suyos ofrece un campo dicotómico en el reparto del poder público. Allí su rol de partícipe del juego, que escala a niveles bestiales, como los sucedidos en estos días de furia. No importa si existe o no fixture de estas acciones. 

No importaría si la sociedad fuese una frontera para tolerar esta clase de vandalismo. En la política, en el fútbol, en una empresa, sindicato, club de barrio o hasta para respetar las normas elementales del tránsito. Hemos salido de la frontera y la locura se disfraza de cordura.

Otra gran pregunta a formularse es quién de estos sectores tiene más posibilidades de ofrecer la otra mejilla ante el cachetón reiterado y sistémico del otro.

¿Queremos una sociedad unánime? La nuestra lo es: ni siquiera con una figura internacional, como el papa Francisco o Messi, que no resultan aceptados en modo ecuánime. 

¿Qué sociedad tan distinta a la actual somos capaces de construir?

Demasiada violencia vivieron en Alemania como para huir raudamente de la tentación de la revuelta, las convocatorias mesiánicas. 

Nunca fuimos Alemania. Y peor: nunca lo seremos. Y ni siquiera estuvimos cerca. Los Reyes son los padres. 

Esa aventura de no tener modelo es, capaz, con lo que mejor contamos para ser un país con carácter. Pero si todo sigue siendo blanco o negro me temo que no sólo habrá más violencia, sino que ya se convertirá en una fábrica de los nuevos líderes nacionales. 

Ni en Alemania funcionó. Pero si los negros y los blancos insisten en forzar y sobreactuar las diferencias, habrá que ver que clase de experimento surge del gran pánico nacional.

Hasta ahora, poco, demasiado poco.


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