La concentración, más que un estado espiritual para amigos de Bergoglio, Macri y argentinos aventajados
El actual premio Nobel de Economía, Richard Thaler, un disruptivo de la ciencia económica por sus estudios psicológicos sobre la actividad en cada uno de sus rincones (lo que se conoce como la Economía del Comportamiento), mantuvo un muy sutil entredicho con un académico, concluyendo: “Acordemos que usted asume que los agentes económicos son tan listos como usted, mientras que yo asumo que son tan burros como yo”.
En Montevideo, hace apenas unos días, otro Nobel de Economía, Jean Tirole, pronunció lo que debiera ser más que un latiguillo de gestores contemporáneos: "El Estado moderno es un Estado fuerte, que establece las reglas del juego e interviene cada vez que hay una falla del mercado. El Estado es un regulador en lugar de un jugador en conflicto".
Al otro lado del Atlántico, mientras tanto, en Sudáfrica -ahora que el modelo carcelario de Mandela ha llegado a nuestras costas-, existe en la actualidad un revuelo interesante sobre los pasos jurídicos y el debate social para fortalecer la Ley de Competencia. Y así combatir los "niveles persistentemente elevados de concentración económica". Jueces y funcionarios se encargan de redactar un nuevo marco regulatorio, con las enmiendas surgidas hasta en los debates públicos. No se proclaman progresistas, sino que toman medidas que simplemente los convierten en progresistas.
En Sudáfrica estos cambios podrían obligar a las autoridades de competencia a considerar el perfil de propiedad, así como los impedimentos estructurales de ingreso al mercado, al evaluar fusiones o quejas de conductas anti competencias. Buscan navegar la paradoja contenida en la legislación de creer en los mercados "incluso si nos fallan todos los días".
Porque, a esa altura, convendría aclarar que no hay mejor trampolín que el capitalismo, lo que no necesariamente nos garantiza un ejercicio inteligente del sistema. Argentina es también parte de esta trampa.
Los rendimientos conocidos en estas horas de dos empresas del país fuerzan a preguntas que no cuestionan a las empresas, sino a un sistema que parece observar estos cuadros con indiferencia, como mínimo. Es el caso de los resultados impactantes del Grupo Clarín y de Pampa Energía SA, a lo largo de los primeros nueve meses del año, en comparación con los 12 de 2016. La primera obtuvo un aumento del 27 % en sus ingresos, en tanto que la conducida por Marcos Mindlin es realmente asombrosa, en tanto creció un 163 % en facturación.
Mi reflexión no consiste en criticar a estas empresas y muchos menos a las que ganan dinero, sea cual fuera su plan de negocios, estructura, conformación o misión. Incluso al contrario: no hay posibilidades que la economía crezca cuando las empresas no lo hacen. Ya atravesamos ese desierto que nos dejó, básicamente, en el principio de otro desierto.
Insisto con el caso Sudáfrica y su debate para mejorar la productividad, lo que inevitablemente lleva a cuestionar la concentración económica (y aquí no hay herencia recibida sino la inercia de una falla de sistema). El punto de partida ha sido el reconocimiento de las imperfecciones actuales de la economía sudafricana. Persiste la concentración y la propiedad sigue siendo sesgada. Una investigación de la Comisión de la Competencia afirma que desde 1999 hay un 70% de los sectores, mercados de productos definidos, con empresas dominantes.
Ante este panorama, las autoridades han propuesto formas de crear y mejorar el proceso de adjudicaciones públicas, de fusiones, casos de abuso de dominio y consultas de mercado proactivas. Las cuestiones estructurales que preocupan son, obviamente, la concentración, las barreras de entrada, los efectos de la regulación en un mercado y si existe alguna ventaja actual o histórica de la que disfrutan las empresas.
El presidente del tribunal de apelación de Competencia, Dennis Davis, señaló que la Ley de competencia de Sudáfrica ya era "extraordinariamente ambiciosa" y la comparó con la ley tradicional en EE. UU. e incluso la Unión Europea. "Lo que quiero decir es que la Ley plantea desafíos enormemente difíciles tanto para el Tribunal de Competencia como para el Tribunal de Apelación de Competencia al tratar de corregirlo, al tratar de forjar un marco económico que tenga sentido. Y agregó que era necesario que los profesionales del derecho de la competencia mejoraran su comprensión no solo de la legislación, sino también de los conceptos económicos que sustentan los argumentos.
Decididamente no es el debate que predomina en nuestra justicia y tampoco lo que se filtra de los despachos oficiales dentro de un paquete de reformas que intentan colocar al pingo argento finalmente en cancha, ya que se ha adormecido de tanto esperar en la gatera.
Joseph E. Stiglitz, acaso el Nobel de Economía más conocido por su permanente ensayística periodística, escribió hace menos de un mes que "Estados Unidos tiene un problema de monopolio y es enorme. Argumenta que "una economía dominada por grandes corporaciones ha fallado a muchas naciones y ha enriquecido a unas pocas". Luego se centra en América y en Trump:
"Hay mucho de qué preocuparse en los Estados Unidos hoy en día: una creciente división política y económica, la desaceleración del crecimiento, la disminución de la esperanza de vida, una epidemia de enfermedades de la desesperación. La infelicidad que es evidente ha tomado un giro desagradable, con un aumento en el proteccionismo y el nativismo. El diagnóstico de Trump, que culpa a los de afuera, es incorrecto", señala.
Y de inmediato apunta a los monopolios: "Existe una sensación generalizada de impotencia, tanto en nuestra vida económica como política. Parece que ya no controlamos nuestros propios destinos. Si no nos gusta nuestra compañía de Internet o nuestra televisión por cable, tampoco tenemos un lugar donde acudir o la alternativa no es mejor. Las empresas de monopolio son la principal razón por la cual los precios de los medicamentos en los Estados Unidos son más altos que en cualquier otro lugar del mundo. Nos guste o no, una empresa como Equifax puede recopilar datos sobre nosotros. Y luego adoptar alegremente medidas de seguridad cibernética insuficientes, exponiendo a la mitad del país al riesgo de fraude de identidad, y luego cobrarnos por una restauración parcial de la seguridad que teníamos antes que intervinieran..".
Podrá decirse de Stiglitz cualquier cosa, menos que represente los intereses del anticapitalismo. Recomiendo su extenso artículo en The Nation, en el cual, mediante la experiencia histórica, relaciona la concentración económica de la mano de la concentración política. ¿No es que habíamos pasado o dejado atrás esa época?
Último dato, más que reciente: el Institute for Policy Studies (IPS) informó que los tres estadounidenses más pudientes, Jeff Bezos, Bill Gates y Warren Buffet, controlan ahora más riqueza que la mitad más pobre de su país.
Esta semana el gobierno de Argentina retrocedió en busca de mejorar su déficit fiscal sobre gravámenes al vino y a los espumantes. La industria lo ha celebrado con una vuelta olímpica. La misma industria que se muerde la cola y que no consigue despegarse de sus propios vicios históricos.
La industria del vino ya no es como era en 1960. Ni aquí ni en cualquier otro lugar del planeta. Pero el lloriqueo (la tonada, si vamos a lo cultural) ha dominado un debate tan amateur como emotivo y todavía cantar tonadas pareciera exitoso: se salvaron de nuevos impuestos a la actividad. A cambio el gobierno nacional ni siquiera exigió un plan de negocios aggiornado. Ni un boceto de cómo seguirá adelante esta industria, en pleno siglo XXI, y con sus exportaciones cayendo.
Se especula que tras el anuncio de una medida que nadie jamás soñó con implementar vendrán otros pedidos desde la Casa Rosada, para compensar los favores. Nadie mejor que los participantes de la industria lo saben. ¿Cuál fue su respuesta? Cuidar de la viñita añorando aquellos días felices ante la amenaza del cambio de paradigma, de la necesidad de cambiar un Estado detonado. La generosidad de José de San Martín ya ni se recuerda por estas comarcas.
Adujeron -para frenar el impulso impositivo- que esa medida atentaría y acabaría con el mercado interno. Todos en la industria, desde el más poderoso hasta el último viñatero, saben que nadie más que la propia industria sabotea y perjudica al mercado interno. ¿Quieren pensar en monopolios, en prácticas anti competencia? La industria del vino en Argentina es un buen ejemplo de estas prácticas que llevan al mundo, como se ha visto, a pensarse de otro modo. Menos aquí, cuando la euforia del lobby ha vuelto a tapar el grito silencioso de una mayoría que padece los humores y los amores de los players vitivinícolas.
¿Quién se beneficia con este enroque de tomas y dacas? El gobierno nacional, que no ha entregado nada pero que parece que sí. El gobierno provincial, ídem. Y los barones de las viñas, que se aseguran posiciones de privilegio sin necesidad de resignar ganancias. ¿Quienes se perjudican? El resto de mendocinos y sanjuaninos. Ojalá estuviera equivocado, lo que aceptaría como cualquier error.
Las exportaciones anuales de la industria representan el mismo monto de la inversión que le prometió el presidente y CEO de Coca-Cola a Macri, a principios de 2016, en Davos. Inversión que ahora pende de un hilo, según se encargaron de anunciar luego de conocido el retroceso impositivo sobre vinos y espumantes. De tal modo que los fabricantes de gaseosas azucaradas ahora también exigen que se elimine el impuesto para ese sector.
¿Se trata de elegir entre el vino y la Coca-Cola? Desde luego que no. Pero sí que el Estado garantice reglas claras y se haga fuerte en su fortaleza y no en su debilidad, en este caso el histórico canto llorón de la tonada.
¿Puede la industria del vino asegurar inversiones por 1.000 millones de dólares? ¿Por 100? ¿Por 10? ¿O seguirán anunciando por 1, especulando, cuando podrían hacerlo por mucho más y reconvertir un sector para hacerlo realmente competitivo? ¿Podrá el rock ganarle a la tonada? Para el rock se necesita más que una guitarra colgada en el ropero.
Antes de hablar sobre el Papa y su mundo de conquista jesuita diré que asistí a la serie sobre su persona en Netflix. Parece tan infantil, tan básica, que es una serie que debe provocar vergüenza hasta en los mismos seguidores y fieles del número uno de la Iglesia Católica.
Lugares comunes, sensiblería como efecto a cada momento, un tono pastoral que se sabe no es de lo más destacado del argentino, pueblan este intento proselitista en Netflix. Obliga a Oliver Stone a realizar un trabajo audiovisual más cercano con la realidad, con lo humano, dejando ese toque tan absurdamente pastoril.
Esta semana Bergoglio debe haber festejado el triunfo de sus alfiles con su colocación entre las máximas autoridades eclesiásticas del país. El Papa es el representante de Dios en el planeta y Oscar Ojea, al frente de la Episcopal, como los vicepresidentes Mario Aurelio Poli y Marcelo Colombo, son sus representantes predilectos en nuestro país.
Una de las primeras acciones de la avanzada bergogliana fue reivindicar a la procuradora general Gils Carbó, que comienza a despedirse de esa función como si se tratara de una verdadera estrella de rock. Hay en este nuevo polo de poder en la iglesia una ideología predominante: mimetizar a la institución religiosa con los más pobres, los más urgidos, los más desesperados. No es más que un ajuste de tuercas del pensamiento jesuita, tan gravitante en la historia de esta parte del mundo.
Como las arañas, el Sumo Pontífice ha tejido un entramado de visitas alrededor de nuestro país, al que se niega a retornar pese a los reiterados pedidos de parte de varios sectores de la sociedad. Francisco parece evaluar que hasta que su figura no sea unánime en sus pagos, nada lo convencerá de regresar a su tierra. Pero el asunto es que hace poco por conquistar esa unanimidad.
Es una situación extraña, desde luego, pero que no debiera ocultar temas que quizá, así como la nueva Episcopal reclama ante el Parlamento por leyes que protegen al sector, el Estado también deba reclamarle a la Episcopal y a la Iglesia en su conjunto. Entre ellos la continuidad o no de una ley de la dictadura que obliga a que todos los argentinos sostengamos salarios mensuales para obispos y sacerdotes. La Ley 21.950, establece que el Estado debe hacerse cargo del salario de arzobispos y obispos, que corresponden al 80% del salario de un juez nacional de primera instancia. Parece increíble pero es real y sucede mes a mes.
La Comisión Episcopal Argentina recibe aportes indirectos del Estado en forma de exenciones o desgravaciones impositivas. Las parroquias no pagan impuestos (inmobiliario, a las ganancias). Luego están los aportes directos que realiza el Estado Nacional, exclusivamente a la Iglesia Católica, con fundamento jurídico en la obligación constitucional del sostenimiento del culto y como reparación histórica a las expropiaciones realizadas por el Estado a la Iglesia en el siglo XIX.
Algunos ejemplos de estos fondos directos: el Ministerio de Educación porteño destina 2.500 millones de pesos a instituciones confesionales católicas. Y en la provincia de Buenos Aires la cifra alcanza a 7 mil millones, que se utilizan para el pago del plantel docente de los colegios.
Los fondos que van a escuelas religiosas están guardados en una caja negra. “Es información que tienen los Ministerios de Educación de cada provincia y no es pública”, afirma Rafael Flores, director de la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública (ASAP).
Quizá cuando Francisco retorne a la Argentina pueda discutirse con él sobre estos temas. Es muy fácil hablar de los pobres cuando no se vive como ellos, sino a costa de tantos otros, entre ellos, paradójicamente, también los más pobres.
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