Di Benedetto periodista, Zoológico de Mendoza 1943
Suele hablarse de Antonio Di Benedetto como uno de los grandes escritores de Argentina durante el siglo XX. Sólo basta repasar lo escrito por un par suyo, tan o más importante como él: Juan José Saer.
Sin embargo, el periplo que trasuntó como periodista, en Mendoza, es otra de las omisiones de un lugar que parece indiferente a lo cultural. En cualquier caso, la pluma del periodista Di Benedetto es una asignatura pendiente.
Con esta nota pretendo realizar una serie de publicaciones del Di Benedetto periodista, incluso mucho antes de su ingreso a diario Los Andes, en donde se desempeñó hasta el momento en que fuera detenido por el esperpéntico Proceso de Reorganización Nacional, en 1976.
Aquí hay gemas de una pluma inquieta, personal y crítica. La escenografía es el Zoológico de Mendoza. La nota fue publicada en diciembre de 1943. No se transcribe el artículo en su totalidad, sino más bien una selección de los textos que la componen.
Estos, los que nunca supieron del bocado tomado siendo seres libres, ¿qué hay de ellos en relación a la libertad? Le sienten el olor, perciben su color, seguramente. Es que la libertad está en el aire, en el pájaro que va a cantar en la rama que da sombra a su jaula.
Aquí, en el zoológico mendocino, se podría estudiar el asunto fácilmente, pues hay material abundante, hay muchísimos animales nacidos en el encierro.
¡Pobre hijo mío! Triste destino el tuyo. Esto también da pie al ofrecer la noticia sencilla e interesante de que en nuestro zoológico los animales mendocinos constituyen la mayoría.
Es halagador para nuestra tierra: aquí nace y vive el león, la foca, el antílope, el jabalí, el oso…
Aunque halagador hasta cierto punto, porque de los que ven la luz en esta tierra son pocos los que subsisten; y además, poco halagador porque no es mucho lo que les brindamos: la jaula.
Seguramente, la madre –mamá leona, mamá leopardo- dirá con amargura cuando ve a su recién nacido descendiente:
-Pobre hijo mío. Triste destino el tuyo. Has nacido en “el sepulcro de los vivos”, como dirá Dostoievski. Más te valiera no haberlo hecho; más te valiera la muerte.
Y gruesas lágrimas correrán por el rostro de mamá leopardo.
¿Es justificable lo que hizo esta madre?
Un veinticinco de mayo de una decena de años atrás nacieron en nuestro zoológico (cuando éste se encontraba todavía en aquel reducido espacio frontero a la rotonda) los primeros leoncitos mendocinos, más exactamente, los primeros leoncitos africanos nacidos en Mendoza.
Pero la madre –ella que en los primeros días de su existencia supo lo que es refocilarse en las selvas del continente negro- tras decir esas doloridas palabras con citas de Dostoievski, atentó contra la vida de sus tiernas criaturas. El saldo fue trágico: un muerto.
Mas intervino prestamente un guardián (oh, el hombre siempre entrometiéndose en la vida privada de los animales), un guardián japonés, para más señas, e impidió que mamá leona prosiguiera su desoladora obra.
(…) El guardián japonés sacó de la jaula a los tres cachorros que restaban con vida, separándolos de la madre.
(…) Y nada menos que una mujer se prestó a amamantarlos. Era la señora de uno de los guardianes, doña Justina de Munives. Los leoncitos fueron alojados en una jaula especial, y varias veces al día recibían su alimento de doña Justina. Esta las tomaba en sus brazos, uno por uno, como a niños, y les iba suministrando su ración.
No tardaron en aparecer los inconvenientes, bien que igualmente las soluciones. Primero fue que los cachorros, con sus fuertes uñas, mientras mamaban lastimaban el cuerpo de la señora. Entonces se dotó a doña Justina de un resistente chaleco de cuero… que hubo que estar reemplazando casi semanalmente, pues los cachorritos los rompían. Pronto resultó insuficiente la leche que doña Justina podía darles, pues los animalitos crecían y demandaban abundante alimento. Y hubo que recurrir a los eficaces servicios de una perra.
(…) Y surgió la polémica, que fue de no acabar. Naturalmente, inspiró mucho interés.
Por nuestra parte, cerremos el caso haciendo presente que de los tres leoncitos sólo permaneció vivo uno; los otros dos, pese a tan esmeradas atenciones, murieron al poco tiempo. Quien vivió fue una hembra. Se la bautizó muy acertadamente: Justina.
Justina y los leones y su pechera de cuero.
¡Sabroso el bocado que se toma en libertad! Díganlo nomás -¿para qué señalar un animal menos vulgar?- esas cabras que comieron las hierbas del Harz (1), procurándoselas en las correrías en las que la alta montaña ponía a prueba sus músculos, y hoy pacen en simulados retazos de salvajes montes que no son más que disimulados setos-jaulas que el hombre ha hecho en la falda de un pequeño cerro, es decir, las cabras del Harz que se hallan en el jardín zoológico de Mendoza.
El problema de la libertad… Dejémoslo de lado en lo referente a los animales que tuvieron libertad y la han perdido, sea para ser destinados a una jaula de jardín zoológico, para ser irracionales artistas de circo, para servir a la investigación científica o para ser destinados a otro fin. En cambio, veamos el problema con respecto a los animales que nacieron, digamos, entre rejas.
(1) Cordillera más alta del norte de Alemania
Algunos apuntes a modo de Arca de Noé
A modo de Arca de Noé podemos escribir:
El dromedario es el decano del zoológico. Decanato y sexo (es hembra) le han hecho ganar para sí un compartimento aparte, y es por ello que se la puede ver dueña y señora de un amplio corral. Procede de San Juan. Ciertamente, no nació allí –sino en Arabia-; pero de San Juan, de su zoológico, vino al nuestro.
La foca es mendocina. Hija única de otra que vino de España, ahora –por fallecimiento de su mamita- se haya sola en el estanque, es decir, en el mundo.
Los hombres japoneses tienen ojos característicos, se sabe. ¡Y hay que fijarse en los ojos de los ciervos del Japón: son singularísimos, semejan tener pintada la admiración, el asombro!
Las ardillas no deben notar la falta de libertad: son tan pequeñas y trepan y corren tanto y por todas partes…
Los monos la pasan haciendo monerías: claro que algunas graves, como esa de morderle los dedos a los visitantes que les obsequian maníes.
Las tímidas gacelas se hayan aterrorizadas. Han visto a una serpiente devorarse de un bocado a un conejo vivo.
El zorro y el hurón están indignadísimos: los guardianes pretextando olores poco agradables, los han confinado en el rincón más escondido
El mono loco con la manía del suicidio
Uno de los monos que se encontraba en la jaula común llamaba la atención por ciertos procederes muy extraños.
Cierto día se le encontró exánime. Al examinarlo se comprobó que estaba desmayado, a consecuencia de un fuerte golpe recibido en su cabeza. Y junto a él se hallaba una piedra. Se supuso que algún malintencionado visitante se la habría arrojado.
Pocos días después se lo descubrió golpeándose él mismo la cabeza con una piedra. El guardián que vio esto apeló a distintos medios para impedir que continuara haciéndolo; pero hasta que se sirvió del fuerte chorro de agua de una manguera, no hubo forma de obstaculizar su propósito.
Ya no se dudó de que él, por sí mismo, se hubiera desmayado a golpes la ocasión anterior. Se comenzó a pensar en que el mono en cuestión era presa de la locura; pero no se llevó muy adelante el asunto y se supuso que el violento baño que se le había proporcionado le habría convencido, por lo menos, de que no le convenía dejarse llevar por sus desvaríos.
Más no fue así. Un nuevo intento, más tenaz que el anterior, dio la plena seguridad de que el mono estaba loco y tenía la manía del sucidio.
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